Miraba sus fotos con cara de idiota, siempre con esa misma cara de idiota. Me pasaba horas con los ojos pegados a aquella colorida pantalla del celular. Pasaba una a una aquellas imágenes que me recordaban tanto a ella, imágenes que hasta parecían despedir olores, expulsar vientos ligeros que acariciaban mi rostro, como en nuestros viajes, y hasta me daban ese calor que emanaba su desnudez en los hoteles donde dormíamos. Aquel equipo era mi fuente más importante de remembranzas y lágrimas. Un equipo que, por cierto, ella me obsequió poco después de cumplir un mes de noviazgo. Seguía viendo sus fotos, que ojos hermosos, que boca tan dulce, y esa nariz que a menudo presionaba suavemente con mi dedo índice de la mano derecha, mientras trataba de hacer un sonido gracioso con mi voz. Lo que hacía para verla reír, y seguía viendo sus fotos. Aquella que colgué en mi red social, en la que estaban juntas nuestras manos disímiles. Que hermosa foto, pensaba. El celular era el ancla que me tenía atado a épocas que parecían remotamente lejanas, pero la verdad es que apenas habían pasado unos cuantos meses desde que ella me dejó por un tipo guapo y adinerado. Seguía mirando las fotos… hasta que de pronto nos la vi más. Sólo la espalda de un tipo sucio, mal vestido, pero terriblemente veloz que corría hacia destino incierto junto con mi celular y mis recuerdos. Ni siquiera tuve reparos para denunciarlo en una comisaría cercana. Quizás presentía la inmensa deuda que tendría con el ladrón un tiempo después.
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