miércoles, 30 de octubre de 2013

Una forma de amar

Han pasado apenas dos horas desde nuestra última discusión y ya ansío tenerla nuevamente entre mis brazos, forzar sus besos con mi desesperación, abrazarla como si la estuviera atrapando o penetrarla como si quisiera apoderarme hasta de su alma. Han pasado apenas dos horas y ya miro el reloj con insania, ¿qué hora es?, a esta hora ya estaría quedándose dormida en mi pecho, cansada de tanto luchar conmigo; no, no conmigo, contra mí. A esta hora ya estaría yo pensando en qué hacer al día siguiente para seguir sintiéndome su dueño, y en cómo maquillar esa repudiable manera de vivir, haciéndole creer que se trata del más puro amor. Cuánta mierda hay en mí. He pensado en muchas ocasiones que merezco la muerte, pero, en realidad, la muerte sería el mejor de los placeres para alguien de mi calaña. Yo merezco sufrir, y por eso me encontré con ella, porque Dios existe y es sabio, entonces me la puso en el camino para que sufra y para que ella sufra conmigo por algún pecado pasado que, de repente, ni ella misma cometió. No. Pero de qué hablo. Si siempre he sido yo el que le rogaba para volver, para verla, para forzar sus besos con mi desesperación, abrazarla como si la estuviera atrapando o penetrarla como si quisiera apoderarme hasta de su alma. Lo único que veo ahora es esa fotografía de hace dos años, cuando, según sus palabras, «todo era felicidad»; entonces estaba más delgado y ella, bella, con el cabello pintado de rubio. Veo también esa rajadura en la fotografía, producto de las idioteces que suelo hacer cuando me siento acorralado entre mis limitaciones y sus ganas de alzar al vuelo. No puedo permitir que me deje. No puedo. Mis amigos creen que no sé que ella sería feliz sin mí y que yo necesito ayuda. Creen que no lo sé, idiotas. Idiotas que además me creen idiota. Pues, ¡claro que lo sé!, cómo no saber que estando sin mí lloraría menos, sonreiría más y tendría mejores oportunidades en todos los aspectos de su vida. Cómo no saber que lo único que hago es atrasarla en todo lo que se propone, cortarle las alas con mis manipulaciones y alejarla de las personas que realmente la aman. Idiotas, ¿creen que no sé eso?, claro que lo sé. Pero saberlo no me es suficiente, sentirlo tampoco. Por eso sigo con ella y ella conmigo, porque sé que en el fondo ella asume este sufrimiento como un mandato divino. Eso la convierte en una mártir. ¿Los policías lo entenderán?, ¿entenderán que era así como tenía que acabar este chubasco que ya se hacía eterno?; las sirenas, ruidosas, no les dejan entender; la sangre, secándose en mis manos, prueba de que ahora ella será mía eternamente. Sólo una mentira más, amor, sólo una mentira más, y te prometo que todo habrá terminado. Por fin habrá terminado.

viernes, 18 de octubre de 2013

Historias que nadie quiere leer

* Hola, soy tu conciencia y vengo a decirte que en realidad no existo. Así que no me eches la culpa a mí cuando hagas algo estúpido, dañino o insano. Aparte, no digas que yo te pongo en dilemas existenciales ni mucho menos que te pongo en aprietos cuando no sabes qué hacer respecto a algún tema. No digas que voy en contra de algo llamado «corazón» porque eso tampoco existe. El corazón es en verdad una simple masa deforme, rojiza y bañada en grasa que bombea tu sangre, no otra cosa y yo, tu «conciencia» no existo. Y si te preguntas cómo es que estoy diciéndote esto si no existo, te sugiero que visites un psiquiatra cuanto antes. Y si no quieres también está la opción de matarte. Adiós.

* Cuando te digan que el físico no importa, es verdad, al menos gran parte del tiempo de vida de un ser humano cualquiera. Hasta los diecisiete años, las mujeres prefieren andar con el más popular de sus círculos. Esto no se logra necesariamente siendo guapo, también puedes ser popular por ser el más bromista, por molestar a los profesores, por hacer graffitis en las paredes, por ser un pandillero o por vender hierba. A partir de los diecisiete hasta los cuarenta, las mujeres prefieren andar con el que tenga más dinero. Puedes ser horrendo. Tus ojos pueden ser desgraciados, de color opaco y con cataratas. Tu nariz puede ser parecida al pico de un tucán o asemejarse a un quión. Tu boca puede parecer la unión de dos trozos de jamón podrido y emanar el mismo olor. Tu cabello puede ser trinchudo hasta llegar al techo, greñudo, repugnante y además grasiento. Tu piel puede estar arrugada, llena de callosidades o tener como adornos miles de granos y verrugas. Tu cuerpo puede ser deforme, enorme, pequeño, ínfimo, lato y horripilante. Puedes vestirte como los putos dioses o como un mendigo con mal gusto. Pero mientras tengas dinero, siempre andarás acompañado. Desde los cuarenta hacia adelante, las mujeres concluyen que el físico sí importa. Y mucho.

* Pierdes el tiempo tratando de ocultar tus defectos físicos. Mientras más los ocultes más dejarás notar que los tienes y además demostrarás más inseguridad. Que esto no suene como buen consejo, lo que quiero en realidad es decirte que sufrirás irremediablemente mientras tengas esos defectos y que es mejor al menos comportarte como si los hubieras superado, ¿me entiendes?, al menos así conseguirás empleo y tendrás pareja una que otra vez. Aquí viene el buen consejo: aprovecha, como si fuera el último, cada uno de esos momentos bonitos.

* Ayer vi una marcha de manifestantes frente a un McDonald's, la alumbraban flashes de todos lados, y en eso pude reconocer a dos amigos con los que usualmente salgo a comer un sándwich llamado 'Triple X'. Este sándwich contiene una enorme tajada de carne de res a la parrilla, filete de pechuga de pollo a la plancha, tocino y chorizo al carbón, con abundantes papas fritas, todas las cremas; envueltas estas carnes y complementos en un delicioso pan de yema; todo por quince soles, y todos los días en una sandwichería no muy conocida de la avenida Aviación. Me pregunto cuándo mis amigos harán ese tipo de manifestaciones frente a aquella sandwichería a la que siempre vamos. Ojalá no suceda.

* Si la chica que querías se metió con tu amigo, eso se llama 'atraso'. Te atrasaron, no hay otra. Tienes que aceptarlo. Peor ahora que hay Facebook. Si te quieres hacer el no afectado, orgulloso y autosuficiente como un príncipe saiyajin, y aún los tienes en tus contactos, tendrás que comerte toda la recatafila de cariñitos y palabras calientes que se dirán de muro a muro, porque está claro que a ellos les importarás un carajo y que más bien, muy por el contrario de lo que hablen entre ellos o delante de otros, tratarán de demostrar que son felices juntos a pesar de que haya «gente que los quiera separar», o sea tú. Cualquier persona en su sano juicio te aconsejaría que los borres de tu Facebook, y si tú propones una venganza cruel contra ambos te dirán que no servirá de nada y que mejor lo dejes así. ¿Sabes qué? Yo te digo que sí sirve. Ayuda mucho ver a tu amigo traidor pidiéndote perdón mientras se arrastra en el charco de su propia sangre, ayuda, alivia y calma; y más aún cuando ves a su linda novia ofreciéndote un poco de sexo a cambio de que no los fastidies más, ¿no es maravilloso lo que realmente queremos?

* Muchos creen ser graciosos sólo por ser bromistas. Veamos, un bromista es aquel que hace muchas bromas, pero estas bromas no son necesariamente todas buenas. Algunas de ellas pueden ser absurdas, repetitivas o hasta ofensivas. Lo peor de todo es que un mal bromista puede pensar que se trata de insistencia, es decir, que mientras más veces haga el mismo chiste más posibilidades habrá de que te rías o al menos te cause un poco de gracia. Esto, naturalmente, es falso. Mientras peor sea la broma, y más veces se repita, no sólo el bromista está quedando de idiota, sino que además corre el riesgo de recibir un contraataque. Mientras que, si la persona que recibe la broma empieza a creer que se trata de animadversión, el bromista no sólo habrá fracasado, sino que además lo más probable es que se gane un nuevo y peligroso enemigo. A no subestimar nunca a una persona que se sintió atacada u ofendida por una pésima broma. A no subestimarla sobre todo cuando, por considerar que las bromas son poco más que execrables, recibe el sucio y artero calificativo de «picón». Conclusión: para ser un buen bromista no basta sólo con querer serlo, hay que tener las cualidades que lo definen y desarrollarlas cuanto sea posible. Gracia, manejo elegante del lenguaje que huya a la vulgaridad, sentido irónico, sarcasmo mordaz y sobre todo buenas dosis de consideración y compasión. Un buen bromista no sólo debe saber cuándo empezar, debe también saber cuándo seguir y cuándo parar. Así como también cuándo pedir disculpas o qué tipo de bromas hacer según el contexto y la persona del caso. En fin, lo que quiero decir es que cualquiera puede ser bromista, pero no cualquiera puede hacerlo sin quedar de imbécil. Y si después de haber leído esto te sientes dolido y tienes ganas de insultarme, ya sabes a qué no te tienes que dedicar.

jueves, 17 de octubre de 2013

El año momia

He tratado muchas veces de ver lo que hay detrás de la ventana de mi habitación. Recuerdo que, hace no mucho tiempo, sabía que había algo ahí. Calles, autos, algunos árboles, personas que andaban de un lado a otro. Mis padres y hermano yéndose a sitios que desconocía por decisión propia. Tomaba entonces un pequeño trapo de franela amarilla y trataba de aclarar los vidrios de mi ventana. Empezaba siempre por los bordes, luego seguía por las esquinas y al final iba por las lunas. Esto era un flagrante error de mi parte. Cuando limpiaba los bordes y las esquinas, ya manchaba el trapo de la suciedad que ahí anidaba. Entonces, cuando trataba de aclarar los cristales de mi ventana lo que hacía en realidad era ensuciarlos más y así seguir dificultando mi visión. A menudo me cansaba de no ver nada y abría mi ventana, pero de pronto sentía mucho frío y prefería cerrarla sin darme tiempo a abrir los ojos. Una sensación de ceguera y otra de opresión inundaban mis circuitos nerviosos. Supe que quería salir y finalmente descubrir por mí mismo lo que existía afuera. Si esos recuerdos vagos se habían mantenido en el tiempo. Si las calles, los autos, los árboles y las personas seguían siendo las mismas. Aunque esto parezca un obtuso deseo, no había cosa que deseara más.

Así que un día me decidí, tomé un abrigo de mi padre, una tapa de olla como escudo y una espada de juguete que me trajeron de Japón una navidad. No olvidé tomar prestados los anteojos de sol de mi madre, por si existieran luces que no pudieran soportar mis niñas, terminé por hurtar el amuleto de la suerte de mi hermano pequeño, que no era más que una pequeña medalla de oro falso que no sé dónde consiguió. Ese amuleto que, según él, era más efectivo que cualquier cruz que nos regalaran nuestras tías lejanas. Así, muy bien equipado, crucé la puerta de mi casa. Tan sólo al abrir la puerta el frío volvió a atacarme como cuando abría la ventana de mi habitación, pero lo superé gracias al abrigo que llevaba puesto. La luz también intentó afectarme, pero gracias a los lentes de sol no me hizo mayor daño. Seguí caminando a ver qué me encontraba. Una pista en blanco y negro y unos autos viejos y oxidados aparecieron frente a mí. Los árboles… Ya no eran algunos, eran muy pocos. La mayoría de ellos había desaparecido. Las personas no sólo eran más, sino que ahora eran más rápidas. Todos parecían muy apurados, como si algo urgente esperara por ellos en ese momento. Eran rápidos hasta para subirse a otros autos que pasaban de vez en cuando para dirigirlos a quién sabe dónde. Empecé a desesperarme al ver tanto apuro. Tomé la decisión de seguir avanzando siempre con mi escudo por delante y mi espada en guardia ante cualquier peligro. 

Traté de bordear la zona en la que se encontraba mi casa para no perderme y saber que mi familia siempre estaría al centro, esperando por mí, aunque no hayan notado que saliera. Más personas, eso vi, más gente apurada. Intentaba ignorarlos tanto como ellos a mí, hasta que ya no pude, y empecé a gritarles. Les preguntaba qué les pasaba, a dónde iban, por qué tanto apuro, pero nadie me respondió. Todos pasaban como entes fusionados con el viento, moviendo mis cabellos con sus fríos chorros de aceleración. Era triste. Quería llorar. Llorar un poco y luego regresar a casa para volver a encerrarme en mi habitación. Hasta que alguien me tocó el hombro. Lo vi. Era un tipo alto y gordo, de vestir poco elegante pero cómodo, llevaba puestos en las orejas unos audífonos en los que escuchaba música a un volumen bastante alto. Tan alto que yo escuchaba con claridad lo que él; una música extraña, poco comparable a todo lo que había oído antes. Dejé ese detalle en un plano secundario y le pregunté qué sucedía allí. Me dijo con extrañeza, «¿qué?, ¿no sabes que hoy se conmemora el año momia?». ¿‘Año momia’?, ¿qué era eso?, antes de que pudiera preguntárselo directamente me acarició la cabeza con suavidad y siguió su camino. Por mucho que traté de detenerlo no pude. Él siguió, y a paso cadencioso y paciente se perdió entre la gente apurada.

Seguí bordeando la zona con la ilusión de cruzarme con otro tipo similar, si no el mismo. Sólo seguí viendo pistas en blanco y negro, autos antiguos y oxidados estacionados, otros que llegaban y que transportaban cada vez más personas apuradas y desesperadas. Mi decepción fue inminente. De repente la luz del sol se fue, y con ella las personas y los autos. Las calles, que antes parecían vestirse en blanco y negro, estaban vacías y eran ahora rojizas gracias a las luces de los faros. Pretendía seguir bordeando la zona y recorrer toda la manzana bajo esas luces artificiales, pero estaba muy cansado y busqué una zona donde pudiera reposar. Encontré un árbol talado con un corazón repujado bruscamente en su corteza que tenía dentro tres letras. No le hice más caso al detalle porque sólo me importaba dormir un poco. Desperté con el ‘cucú’ de los pájaros y de los relojes de sala de todas las casas de la manzana. Pájaros y relojes parecían haberse unido para despertarme con su bullicio.

Cogí mis instrumentos de batalla, toqué el amuleto de mi hermano, y seguí andando. No recordaba por dónde había venido porque las calles eran todas iguales. Las personas apuradas, que ya habían aparecido, lo eran también. Opté por una dirección y seguí intentando bordear. Tenía la esperanza de llegar pronto a casa y volver a encerrarme. Que mi madre me sirviera esa deliciosa tartaleta de fresa una vez más. Que mi padre me diera un beso en la frente anunciando que se iría al trabajo. Que mi hermano me trajera otra vez esos bichos del jardín. Cavilando en la bicromía de estas calles, anduve con poco cuidado y mucha resignación hacia donde me guiara mi instinto. Había bajado ya mi espada y apaciguado mi escudo. Me había sacado ya los anteojos y el abrigo, aunque conservé colgada la medalla. Me había vuelto fuerte. Inmune. Ávido. Incluso sentía que había dejado de ser un niño para convertirme en un adulto grande y portentoso.

A lo lejos escuché los gritos de mamá. Había elegido la dirección correcta. Otra vez la luz del sol se fue, me abandonó. Llegaron las luces artificiales, pero la gente no se iba. Escuchaba sus tétricas voces por detrás. ¿Por detrás?, pensé. Giré mi cuerpo entero para ver con claridad lo que sucedía y entonces los vi. Eran muchas de esas personas, las desesperadas y apuradas, siguiendo mi andar. Mirarlas a los ojos me atiborró de temor y nerviosismo, pero noté que ellas me miraban con la ternura de quien espera un salvavidas en medio del océano, o una roca gigante en el bolsillo en medio de un huracán. Me veían como ven a su salvador. Asumí el reto con relativa calma porque sabía que mamá y papá me ayudarían a cargar el peso de mi nueva cruz. A llegar a casa, con toda esa multitud detrás, ellos me abrazaron con furor, me agradecieron emocionados, me enseñaron sus muñecas marcadas, como si recién se hubieran zafado de sus grilletes, y luego se mezclaron con las demás personas que estaban a mis espaldas.

Se volvieron parte de la masa, y entonces mi hermano se puso a mi lado. Cargaba nuevos bichos y estaba muy contento, luego me dijo que no estuviera triste, que todo estará bien. Otros niños aparecieron de pronto entre las calles rojizas, se pusieron a mis órdenes mostrándome sonrisas inexplicables y preciosas. Una fuerza me impulsó a andar junto a ellos hacia el otro lado de la manzana. Hacia ese lugar desconocido donde de seguro había nuevas luces y feroces peligros. La masa de personas, mis padres dentro de ella, y los niños, todos andamos hacia el experimento guiados por una luna que aparecía tímidamente a lo lejos, poco brillante y algo difusa, como si estuviera viéndola desde la ventana de mi habitación.

Inspirado en 'La luz de la manzana', de Luis Alberto Spinetta.

martes, 15 de octubre de 2013

Patria

Un ladrón peruano en Barcelona se ha vuelto el más respetado del lugar entre todos los criminales sudamericanos. Se especializa en robar los autos más finos y hermosos a catalanes adinerados. Al terminar sus robos suele hacer fiestas pomposas en su domicilio muy bien acondicionado, esto siempre y cuando no haya tenido que matar a nadie (si su trabajo se mancha de sangre opta por no celebrar su éxito). Pone a todo volumen música del ‘zambo’ Cavero, Eva Ayllón y Lucía de la Cruz. A veces va un poco más allá de lo costeño y continúa con música andina tanto instrumental como cantada, aquí sobresalen el ‘indio’ Mayta y Amanda Portales. Todos los peruanos de su calle se acercan a su casa y comparten con él cada momento de su fiesta. Beben mucha cerveza y vino borgoña y magdalena, ron puro, trago corto, cañazo y aguardiente, como lo hacían en el Perú antes de su migración, y hablan de lo bueno que es su anfitrión, de su don de gente, de su generosidad, y de que, gracias a peruanos como él, el patriotismo sigue latente en todos los países – el Perú nunca morirá mientras suene el ‘zambo’ Cavero en una fiesta de callejón – comentaban. Bailaban. Se alegraban. En medio del jolgorio, el celebérrimo ladrón peruano se obsequia un pequeño momento de nostalgia para recordar a sus hermanos y amigos en Lima, algunos de ellos en prisión. Derrama algunas lágrimas y propone una breve oración para que su poder superior los ilumine y les dé la bonanza que él ahora recibe. Al día siguiente, algo afectado aún por el licor pero con el optimismo de toda la vida, sale de casa a seguir trabajando, no sin antes realizar un ritual que aprendió de un policía en una comisaría de Lima donde estuvo recluido hace muchos años, cuando aún era muy joven e inexperto: se persigna ante su vieja y pequeña imagen de Sarita Colonia, y luego hace otra breve oración dirigiéndose al cuadro bendecido del Señor de los Milagros que tiene en la sala: «ilumíname, Señor, en este día oscuro, para que todo me salga bien y pueda seguir ayudando a mi familia y amigos. Amén». Cuando alguna vez le preguntaron por qué realizaba siempre este rito, él respondió: «esos policías que me capturaron tuvieron éxito al agarrarme, entonces pensé si Dios me ayudaría a mí también con oraciones, si se supone que ante Él todos somos iguales. Y funcionó. Ahora me ayuda».

miércoles, 9 de octubre de 2013

Joder, pucha


Amanecía en Ámsterdam y hasta el sol de ahí incitaba a fumar hierba. Ya no éramos los jóvenes impetuosos que deambulaban por Madrid, así  que sólo quedaba en ganas. Cada mañana en el hotel se me apetecía una cerveza como desayuno y ese ya era el preámbulo de las críticas de Gabriel – Siempre serás un puto ebrio, no aprendes- me decía. Odiaba que le invitase un sorbo de mi chela. Me lo negaba cuatro veces y a la quinta lo aceptaba para nuevamente quejarse por su mal sabor. 

En nuestros paseos por Muntplein solíamos entrar a librerías; nos entreteníamos viendo cómo los holandeses trataban de ser amables con nosotros, aun cuando no querían serlo puesto que, deducían, éramos españoles – Joder, Tomás, eso te pasa por no parecer peruano; si parecieras peruano hasta te tendrían miedo a que les quites el empleo – Pucha, chato – respondía yo, mesurando mis risas, porque no quería que esos clones de Patrick Kluivert demostraran su evidente rechazo ante nuestra presencia – Nada puedo hacer para parecer peruano pues, salvo hablar con mi dejo y en este idioma tan cachondo que tú y tus comadres nos han heredado tras la conquista; sarta de maricas - Luego de estar buenos ratos en la sección «libros serios»,  nos dirigíamos a la sección «manga y comic».

Nos encantaban los mangas. Entonces hablábamos de los animes que habíamos visto, dándonos con la eterna sorpresa de que los mangas nos encantan sólo cuando los hacen animes. Cuánta flojera…  leer libros al revés. De todos modos, el hecho de que a ambos nos gustara el anime nunca fue bien visto por el círculo intelectual de Madrid. Recuerdo que una vez, en una de esas aburridas reuniones a las que nos invitaban frecuentemente, nos enfrascamos en una discusión sobre qué personaje era el mejor – Hombre, Lelouch es un sofista, un filósofo y un estupendo actor, tiene matices, es mitad héroe mitad villano y además es un éxito con las mujeres; definitivamente es el mejor – anticipaba Gabriel, y luego yo respondía - No me jodas. El mejor es Kira, un villano tiene que ser cien por ciento villano, sino que me la sude y que le encante - Poco faltó para que los escritores, artistas plásticos y demás liendres anteojadas del círculo nos echaran a patadas de su local. En ese entonces no pasábamos de los treinta y todo nos llegaba al sexo. Ahora, estoy seguro, valoraríamos más pertenecer a algo.

Finalmente, terminábamos nuestro paseo en un restaurante de Beethovenstraat, nuestro lugar favorito del centro de la ciudad, donde además nos atendía siempre una camarera exquisitamente guapa. La morena, que medía un metro y ochenta centímetros cuando menos, tenía la particularidad de tener un cabello larguísimo, lacio y fascinantemente bien cuidado. Siempre me gustaron las mujeres de cabellos muy largos, lo cual le trajo algunos recuerdos a Gabriel – Deberías apurarte con ella o terminarás como con Esmeralda – me dijo alguna vez, mientras yo sólo me limitaba a mirar a la despampanante negra que nos servía el guisado cada tarde. 

A propósito de Esmeralda, era una chica de Barcelona a la cual conocí por el mismo medio por el que conocí a Gabriel, la Internet. Tenía ella la gran virtud, además de una inolvidable belleza y longitud de cabello, de enamorarme mientras cada vez ponía más claro que lo nuestro no podía ser, por razones aberrantemente obvias. Luego de unos años, logré conseguir el suficiente dinero como para ir a España, meterme la crisis por el culo, conocer a Gabriel y tratar de conquistar a Esmeralda personalmente. Ya era muy tarde, pues se había casado con uno de los científicos más importantes de Catalunya y hasta estaba embarazada de él. Aun así logré pactar una cita con ella cuyos resultados fueron igual de desalentadores. Una vez más, el hijo de puta de Gabriel tenía razón.

Llegaba el atardecer en Países Bajos. No sabíamos cuánto tiempo más estaríamos por allá o si podríamos sobrevivir con el poco dinero que nos quedaba. Era claro que alguno de los dos tenía que encontrar trabajo y, al ser el mayor, tenía que ser yo. Logré que una agencia periodística me contratara para cubrir los partidos del Ajax, lo malo era que no conocía un carajo del idioma y mi inglés era muy básico, aun así me las ingenié para escribir artículos que tuvieran cierto valor en el mercado. Con eso sobrevivimos unos meses más, pero me temo que esta existencia tan fatua no podrá continuar. Gabriel y yo pensamos que lo mejor sería ir a Sudamérica.

Él sigue creyendo que una antigua novia lo espera en Buenos Aires; las pocas veces que nos hemos emborrachado juntos he tratado de decirle que lo mejor es que no se haga ilusiones. Han pasado ya varios años desde que todos éramos como niños mimados en la red. Ahora hay «cosas que hacer» – Pucha, tío, Sudamérica nos espera con los brazos abiertos, y si tenemos suerte sus piernas estarán abiertas también. Larguémonos. Europa ya se nos hizo muy pequeña – con el rostro iluminado por aquel rojizo sol holandés, Gabriel con la cabeza, me dio una palmada en la espalda y me dijo: Vale, ve adelante. Yo te sigo.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Nubes que se tocan

Esmi

Me encantó concebir a Esmeralda Gramunt. Creo que es uno de los personajes que más aprecio en la saga y que más valoro como personaje en sí. No sólo representa a la mujer ideal de Tomás, vale decir, un espejismo que él siente inalcanzable, sino que además se convierte, tras diversas ocasiones, en un estupendo catalizador de las impertinencias naturales de los protagonistas, sin dejar de mantener la puerta abierta para participar en algunas de sus pueriles ocurrencias. 'Nubes que se tocan' constituye su primera aparición protagónica en 'Desvaríos premonitorios'. Y vaya que en este relato la catalana brilla ya con luz propia. Es brillante, bella, sensible, y alcanza una madurez veloz en esta y en sus posteriores apariciones. Además, pasado el tiempo, logra convertirse en una respetadísima economista de fama mundial, lo que le da un toque de glamour a la de por sí chúcara conducta tanto de Tomás como de Gabriel (principalmente de Tomás, hay que aclarar).

Sustancia

Si algún día me preguntan cómo es que se me ocurrió que ambos debían ir a la Torre Agbar en su primera cita, la respuesta sería sencilla: de recibir la visita de una bella catalana, me las arreglaría para llevarla a la Torre Principal de Interbank y concretar ahí una cita romántica (esto es una broma, claro).

Tomás y Esmeralda se conocen por redes sociales, presentados por Gabriel (quien a su vez también era sólo amigo de ellos mediante la Internet), y consuman su amistad a través de mensajeros de celular. Hasta ahí todo parecería indicar que sería una típica relación virtual sin mayores aspiraciones, pero todo cambia cuando Tomás decide ir a España, entre otras cosas (incluyendo a Gabriel), para conocer a Esmeralda. No obstante, aparentemente, su difícil situación económica y laboral lo hace tardar algún tiempo, tiempo que se prolongó demasiado. Tiempo en el que Esmeralda se enamoró y casó con un científico rico y renombrado (presumiblemente mucho mayor que ella). Y eso no es todo, cuando Guerrero llega a Barcelona, Esmeralda tenía ya seis semanas de embarazo. Si la conducta del peruano ya era de por sí dramática, imagínense con esos condimentos. Aún así, pactaron una cita en la hermosa capital de Catalunya. Sin más que agregar, los dejo con el relato.

PD. Aquí también menciono a Pablo por primera vez en la saga (si mal no recuerdo). Pero prefiero hablar de este (grato) personaje en otra ocasión.

***

Nubes que se tocan

De pronto me vi envuelto en estupefacción cuando la vi bajar del taxi. Estaba hermosa. Era más hermosa de lo que veía en sus fotos hacía unos años. Era más hermosa de lo que imaginé en mis momentos de soledad. O cuando me sentía acompañado por ella utilizando el celular. No pude evitar besar su mano al saludarla, cual si se tratara de una princesa. Una princesa que me fue imposible terminar de conquistar por la simple razón de que ella pensaba, usaba bien su virtuoso cerebro, razonaba, y concluía qué era lo mejor para ella. Evidentemente yo no tenía cabida en ese algoritmo, pero en ese momento éramos ella y yo, frente a frente, dispuestos a no saber cómo utilizar el tiempo que pasemos juntos.

-    Esmeralda, hola, ¿cómo has estado?
-    Hola. Bien, ¿y tú?
-    Pues, aquí. Gracias por aceptar esta salida. Sé que lo pensaste mucho, no es necesario que me lo digas.
-    No lo pensé tanto. Cuando supe que habías venido lo único que deseaba era conocerte personalmente.
-    Bueno, aquí estamos.
-    Sí.
-    ¿Qué hacemos ahora?
-    ¿No tienes nada planeado?
-    La verdad, sí. Pero no sé si estés de acuerdo en que vayamos a lo alto de ese enorme edificio.
-    ¿Quieres que vayamos a la Torre Agbar?
-    Si lo deseas.
-    Claro, hasta ahora no he podido ir.
-    Pero, ¿estás segura?, ¿no será malo para tu bebé?
-    Ja, ja, no lo creo, a menos que no haya ascensores.
-    Entonces vamos.
-    Vamos.

La tensión se iba disipando de a pocos. Ella ignoraba lo que planeaba una vez que llegásemos a la torre. Dije, ¿«ignoraba»?, ¿acaso había algo que Esmeralda ignorase?, ¿acaso no sólo era brillante y culta sino también perceptiva e intuitiva como toda mujer?, lo cierto es que cuando tomamos el taxi y, de casualidad, rozó mi nariz con un mechón de su largo cabello negro, diversas sensaciones confluyeron en mis ríos hormonales. Me había excitado y era urgente tratar de disimularlo. Era el poder de Esmeralda y de tantas noches hablando juntos a la distancia. Tantas noches enamorándome, mientras me era cada vez más inaccesible.

-    Es curioso que nunca hayas venido aquí. Me hablabas tanto de este lugar que pensé que era casi como tu segundo hogar.
-    Mi segundo hogar siempre fue una casa de estudios, Tomás. Además siempre te dije que admiraba tu valentía para conocer nuevos lugares sin amilanarte. Por lo cual se puede deducir que yo no soy así.
-    Vaya, pero no hay que ser tan valiente para venir a este lugar tan bello y que además tienes tan cerca de casa.
-    ¿A cuál de mis residencias te refieres?
-    Pues a la casa en donde vives.
-    Ahora vivo en una tercera residencia.
-    Joder…
-    Me encantaba cuando escribías «joder» en nuestras ventanas de chat.
-    Y estoy seguro que te he sonado ridículo ahora que me has escuchado.
-    No, ahora me gusta más. Te sale muy bien. A ti particularmente.
-    Pues, gracias.
-    Es raro, siempre supe que no se podía acceder tan fácil a la torre, ¿por qué de pronto ya estamos en el ascensor y nadie nos dijo nada?
-    Digamos que esta es tu cuarta residencia ahora.
-    ¿A qué te refieres?
-    Nada, no dije nada. Ya casi llegamos.

El primer mensaje de texto de Gabriel había llegado: «Tío, ¿cómo vas?, ¿ya estás con ella?, joder, me lo tienes que contar todo, ¿sabes por qué?, porque, maldito hijo de puta, te has gastado todo nuestro dinero en este plan de ligue; así que si no ligas con ella te juro que te arrepentirás. Adiós». Leí el mensaje sin que Esmeralda sintiera un ápice de descuido, decidí no responderlo hasta tener una oportunidad idónea. El ascensor era muy veloz. Habíamos llegado rápido al piso treinta.

-    Llegamos.
-    Ya veo, ¿qué hay aquí?
-    Pasa y verás.

Nos esperaba una oficina vacía, pero no era cualquier oficina. Utilicé el lugar para decorarlo con algunas pinturas renacentistas, me preocupé también de las luces, estas eran tenues y blancas. Al abrir las ventanas del fondo teníamos una pequeña terraza donde coloqué una ligera mesa y dos sillas. Sobre la mesa había un vino blanco, el único tipo de vino que le gustaba a Esmeralda, y unos panellets que compré poco antes de llegar a aquel mall de la avenida Diagonal, donde nos encontramos.

-    ¿Qué es esto?
-    Pues… es la cita que nunca tuvimos.
-    ¿Por qué lo hiciste?
-    Oye, ya vas a empezar con tus cuestionamientos. Vamos, no estamos en una clase de Macroeconomía. Además los panellets se enfrían.
-    Tomás, no entiendo nada…
-    ¿Nos sentamos?
-    Pero…
-    Esmeralda, que se enfrían los panellets.
-    Los panellets se comen fríos. Pero...Vale.

Una vez sentados frente al resto del mundo, el cual se veía nublado, producto de las nubes que acariciaban lo alto de la torre, serví las copas y propuse un salud por nuestro encuentro.

-    Ok, sé que es algo tarde para celebraciones, pero me alegro de haberte conocido, al fin, personalmente. Brindo por eso.
-    Vale.
-    ¿No brindarás por nada?
-    Es que… no sé.
-    Esmeralda, ¿qué te preocupa?
-    ¿Tienes preferencia por algún nombre en especial para tu primogénito?
-    La verdad no lo he pensado, es decir, lo pensaba de muy joven, cuando me moría por tener hijos. Ahora ya no.
-    Oh, entiendo.
-    Pero podrías ponerle «Lionel»
-    Ja, ja, ja, ya es un nombre muy común por aquí.
-    Lo imaginaba, ¿qué tal «Rivaldo»?, apuesto a que no muchos se llaman así.
-    Siempre mezclas todo con el fútbol, eres tal cual te mostrabas por internet.
-    Entonces brinda por eso.
-    Sólo un sorbo.
-    Lo sé, ¿cuántos meses tienes?
-    Tengo seis semanas.
-    No es mucho.
-    Sí, por eso es que puedo tomar un sorbo.
-    Es una pena, eso quiere decir que no te podré emborrachar; y yo que había preparado una cama muy cómoda en la siguiente oficina.
-    Bueno, salud.
-    Salud.

Entonces llegó el segundo mensaje de Gabriel: «Tío, ¿me lo vas a contar o no?, ha llegado Pablo al hotel. No sé cómo demonios sabía que estábamos hospedados aquí. Ahora toca la puerta y no quiero abrirle porque de seguro ha llegado a preguntarme por ti. Sé que se huele lo que tramas con Esmeralda. No te lo perdonará, tío, así como yo no te perdonaré que nos hayas dejado en la miseria por cumplir este antiguo capricho tuyo. Estaré esperando tu respuesta. Adiós (otra vez)». Esmeralda notó que leía el mensaje y percibí cierta incomodidad de su parte. Pensé en apagar el celular para que Gabriel dejara de molestarme, pero estaba seguro de que sentiría una enorme culpabilidad. Después de todo, él tenía razón. Se me había ido lo poco que tenía de dinero en preparar el ambiente perfecto para Esmeralda. Aunque, vale decir, hubiese gastado todo el dinero del mundo con tal de cumplir ese objetivo.

-    ¿Cómo es que hiciste todo esto?
-    Bueno, les pagué a los de seguridad para que ni siquiera nos hagan un guiño al vernos entrar.
-    ¿Cuánto les pagaste?
-    ¿Eso importa?
-    Bueno, no. Pero no me explico aún por qué has hecho todo esto.
-    Pues, por ti.
-    Pero, ¿por qué?
-    Esmeralda, no todo en esta vida tiene un por qué.
-    Esto ya lo hemos discutido antes y sabes muy bien cómo pienso al respecto.
-    Pues tú sabes que yo no pienso así. Respetemos eso y listo.
-    Él es un gran hombre.
-    ¿Quién?
-    Mi esposo.
-    Sí, lo sé. Sé también que es muy reconocido.
-    Sí.
-    Pues qué bueno. Te lo mereces. Además es cuestión de tiempo para que tú también obtengas muchos reconocimientos.
-    No lo sé.
-    Vamos, tienes veinticinco años. Eres muy chibola aún.
-    Ja, ja, ja, ¿«chibola»?, ya me había olvidado de las jergas peruanas.
-    Los peruanos molamos y somos la mar de sexies, no lo olvides.
-    No lo olvido. Por cierto, ¿has visto a Pablo?
-    Sí, en Madrid.
-    ¿Cómo está?
-    Bien, con todo este tema de su maestría.
-    Qué bueno.
-    Sí.
-    ¿Y Gabriel?
-    Se quedó en Madrid. Está bien. Lástima que no pudiera venir ahora.
-    La última vez que lo vi fue cuando le conté que estoy embarazada.
-    Sí, lo sé.
-    ¿Qué opinas de ello?
-    Opino que está bien.
-    ¿Que está bien?
-    Claro.
-    ¿Y si te dijera que yo no quería tener un bebé?
-    No te creería.
-    ¿Por qué?
-    Y dale con los «por qué».
-    Creo que es muy pronto para estar esperando un hijo, ¿tú no crees lo mismo?
-    No es pronto ni tarde para tener bebés; simplemente se tienen y punto.
-    ¿Cómo puedes vivir con esa manera tan simple de pensar?
-    ¿Fue ofensa o halago?
-    Ninguna de las dos, sólo una observación en forma de pregunta.
-    Pues a mí me sonó a ofensa. Salud por eso.
-    ¿Qué hacemos aquí, Tomás?
-    Se supone que nos divertimos, ¿no?
-    No me estoy divirtiendo ahora.
-    Lo sé.
-    ¿Tú sí?
-    No, tampoco.
-    ¿Qué hacemos?
-    Ven, miremos hacia afuera desde la ventana.
-    ¿Estás loco?
-    ¿Eres aerofóbica?
-    No, pero…
-    Ven, no pasará nada.

Nos paramos y dirigimos hacia la ventana abierta. Nos apoyamos en la baranda y sacamos nuestras cabezas a la intemperie. No se podía ver nada debajo, sólo algunas luces de los autos, luces que se movían, y algunos negocios. Las nubes nos envolvían. Nos habían secuestrado en aquella oficina que de a pocos se tornaba cálida, a pesar del invierno catalán. Al mirar hacia arriba, se divisaban fácilmente las estrellas, y por los costados las luces del edificio.

-    ¿Recuerdas la primera vez que me mandaste una foto de Barcelona?
-    Sí, ¿qué con eso?
-    Bueno, aunque esto suene trillado, es mucho mejor estar aquí que verla por foto.
-    Tienes razón. Gracias. Espero algún día poder conocer Lima.
-    Te gustará, aunque es diferente a esto. Muy diferente.
-    En Lima naciste y creciste. Algo especial debe de tener.
-    Es como una chica rara. Tardas un poco en conocer sus lados especiales.
-    ¿Como una chica rara?, me atrae mucho más ahora.
-    Vaya. Hermosa vista, ¿no crees?
-    Sí, ¿sabías que las luces del edificio obedecen intencionalmente al patrón óptico de Moiré?
-    ¿Moiré?, ¿qué carajos es eso?
-    Se logra con dos conjuntos de líneas paralelas, superpuestos y separados por un ángulo no mayor a cinco grados. A la vista, eso forma el efecto Moiré.
-    Y de seguro que eso lo hace molar.
-    Exacto.
-    ¿Te puedo besar?
-    ¿Qué?
-    Que si te puedo besar.
-    Tomás, no.
-    ¿Por qué?, ¿porque estás casada o porque no te gusto?
-    No responderé a esa pregunta, lo siento.
-    Vale, entonces no te gusto.
-    Joder, Tomás.
-    ¿Qué?
-    No seas idiota.
-    ¿Qué?
-    Que no malogres el momento. Empezaba a divertirme.
-    Lo siento.
-    No, perdóname tú.
-    ¿Qué?, ¿por qué?
-    Porque soy cobarde.
-    ¿Cobarde?
-    Olvídalo. Están muy ricos los pan…

Consumado el acto casi vandálico de besarla durante contados y gozados treinta y seis segundos, me concentré en abrazarla con fiereza. En sujetar su cuerpo y oler su hermoso cabello, entonces tan cerca de mí, como si quisiera comérmelo con las fosas nasales. Ella no tardó en abrazarme también, aunque era evidente que la inundaba la tensión de no saber cómo terminar con aquella historia sin un final que la haga quedar como una cualquiera. Yo sólo quería seguir abrazándola, mientras las nubes de Catalunya me abrazaban a mí, a manera de felicitación por mi sufrida y magnífica paciencia.

-    Tomás, debo ir al baño, ¿me esperas?
-    Sí, aquí estaré. El baño está al lado del cuadro de Bellegambe.
-    Vale, ya vuelvo.
-    Te espero.

Llegó un tercer mensaje de Gabriel: «Joder, maldito abusón, apuesto a que te la estás follando. Acuérdate que está embarazada, no se te ocurra ir tú arriba. Eres un puto gamberro, te odio. Por cierto, Pablo estuvo aquí y ya salió a buscarte. Le dije que estabas en Rocafort con dos amigas y que yo no quise ir porque soy un cobarde. Me creyó sin titubeos y fue a por ti. Descuida, no le di tu número telefónico y le negué rotundamente que hayas quedado con Esmeralda. Espero, ahora sí, una respuesta tuya, maldito ninfomaníaco. Adiós (por tercera y última vez, creo)».

Todo esfuerzo de esperar hubiera sido inútil. Esmeralda se perdió entre las tenues luces blancas que había comprado e instalado para ella. La puerta del baño nunca sonó, como sí sonó el ascensor que la llevó directo al primer nivel, donde el tipo de seguridad no le diría nada por órdenes expresas mías. Desde la ventana del piso treinta no pude ver su hermosa y embarazada figura huyendo de mí, porque las nubes me lo impedían. Una hora después, bajé a hablar con los de seguridad. Uno de ellos me dio la única buena noticia de la noche. Entonces le respondí a Gabriel:

«Gabriel, lamento no haber podido contestarte antes. Esmeralda ya debe estar en su residencia en este momento. Sobre el dinero, no te preocupes, lo recuperaré muy pronto; y hasta podríamos despedirnos de Barcelona con una visita a un buen bar en los próximos días. Ven cuando quieras a visitarme a la Torre Agbar, te va a encantar mi uniforme nuevo. Espero que no me preguntes por qué ni cómo. Después de todo, en este mundo no todo tiene una razón de ser. Hasta pronto, hermano».

Buena suerte

-    ¿Por qué?
-    ¿«Por qué»?, ¿qué?
-    ¿Por qué me elegiste a mí?
-    No lo sé, supongo que porque me gustaste… Qué pregunta más absurda.
-    No lo es. No entiendo por qué me elegiste. Tenías muchos pretendientes.
-    Claro…
-    En serio…
-    Sí.
-    Entonces, ¿por qué?

Siempre creí en la suerte, pero sobre todo en la mala. Me había ido pésimo en cada idea que emprendí continuamente con timidez, miedo y mi clásica valija llena de traumas y complejos, como no podía ser de otra forma. Por ello, no podía concebir que al fin algo de buena fortuna llegara a mi vida de una manera tan injusta e inquietante. Y más aún si se trataba de una mujer. Si había algo con lo que me iba especialmente mal, eso era con las mujeres.

-    ¿Siempre que terminas de hacer el amor te pones en ese plan?
-    No, o sea, la verdad no he hecho tantas veces el amor como para llegar a esa conjetura.
-    ¿Con cuántas mujeres te has acostado en toda tu vida?
-    ¿Aparte de mi madre?
-    ¿Te has tirado a tu madre?
-    No, pero me he acostado con ella muchas veces. Ya sabes, de pequeño.
-    Idiota, sabes a lo que me refiero…
-    Lo siento, sí, soy idiota.
-    ¿Me lo vas a decir o no?

¿Por qué quería ella saber con cuántas me acosté?, ¿acaso quería burlarse?, ¿excitarse?, ¿causarse un poco de ternura o compasión hacia mí?, ¿concluir que en definitiva era un fracasado en el sexo por no haber llegado al promedio de mujeres que un hombre llega a poseer a mi edad? No pude evitar dar una respuesta y preferí ser sincero. Una vez más, opté por el craso error de la honestidad.

-    Estuve con dos, sin contarte.
-    Tienes treinta y ocho años, es un número corto pero no está mal.
-    ¿«No está mal»?, ¿es todo lo que puedes decir?
-    ¿Qué más quieres que diga?
-    No sé, cuando menos búrlate un poco. Créeme, eso me haría sentir mejor que el hecho de que me digas «no está mal».
-    No sé qué esperas de mí, pero nunca me burlaría de algo como esto.
-    Perdona, ¿te puedo besar un poco más?

Besarla era siempre una experiencia única y que me llevaba irremediablemente al vicio. Lo mejor es que ella parecía disfrutar mucho de mis besos, lo cual me extrañaba y a la vez me excitaba sobremanera. Era como volverme loco dentro de mi consciente, o sea, poder controlar mi locura, sin que deje de ser locura. Porque cuando sabía que la asfixiaba de tanto lamerla dejaba de hacerlo y la veía volteando la vista hacia mis ojos, ¡cómo amaba ese momento!, ¡era glorioso! Hasta que se lo dije y dejó de hacerlo, creo que por vergüenza. No le gustaba que la llenara de halagos pero es que, ¿acaso podía hacer otra cosa?, quería que se quedara conmigo para siempre y desde que tengo uso de razón sé que la gente se queda donde la tratan mejor. Aunque, admito, una vez me dijeron que era ingenuo por creer eso y aún lo sigo analizando.

-    Desde que empezamos con esto me has tratado muy bien. Eres atento y cariñoso conmigo. Si has estado con pocas mujeres eso debe ser íntegramente por tu timidez. No le encuentro otra explicación al asunto.
-    No lo sé, prefiero no hablar de eso, si no te molesta…
-    Sí me molesta. Me importas, y me gustaría que te olvides de tus miedos conmigo.
-    ¿Cómo?
-    No tengo idea de lo que habrás vivido antes, pero conmigo va a ser diferente. Ya lo verás.
-    Ya es diferente.
-    ¿Lo crees?
-    Con toda convicción.
-    Quizás la vida te haya estado reservando sólo para mí.
-    Eso suena demasiado romántico.
-    Tú eres romántico. Ahora seré yo la que te pida besarte un poco, ¿puedo?

Y cuando ella me besaba debía ser un instante fabuloso, pero no lo era. Se notaba que lo hacía con cariño y pasión, pero yo sentía no merecer tal dicha, y eso hacía que, en lugar de intentar disfrutar del momento, pensara inevitablemente en las hipotéticas maneras en cómo la vida me cobraría ese placer. ¿Desempleo?, ¿miseria?, quizás; algún accidente o enfermedad. De repente un familiar fallecería pronto. O tal vez ocurriese una tragedia, una caída, puede que se incendiara mi apartamento o cosas por el estilo. De algún modo la vida me tenía que cobrar este placer, pensaba, y que era sólo cuestión de tiempo para que eso sucediera. Y entonces ella acababa de besarme y yo seguía pensando en mis posibles desgracias; hasta que me avisara con su mirada que ya había concluido su siempre heroica proeza de recorrer mis deformes ángulos con sus deliciosos y valientes labios. Y si no hacía caso, se montaba en mí aprovechando que mi cuerpo se excitaba por sí solo sin hacer caso de mi mente.

-    Me encantaría pensar que esto será para siempre.
-    Eso depende de nosotros, ¿no crees?
-    No, nada es para siempre. Tarde o temprano, todo se termina. Y eso me jode.
-    A mí me jode que seas tan negativo.
-    ¿«Negativo»?
-    Sí.
-    No es la primera vez que me dicen eso…
-    Debe ser.
-    Mejor salgamos ya, tengo ganas de dar un paseo.
-    ¿Dónde?
-    Donde sea.
-    Bueno, está bien. Me visto y salimos.

Ir por la calle era, naturalmente, un fastidio para mí. Además de mi execrable aspecto físico mostrado en público y el esfuerzo mental que ello significaba ante algunas miradas morbosas y extrañadas, tenía que lidiar con tener de la mano a una bellísima mujer al que todo hombre apreciaba, muchas veces con excesiva soltura. Esto me enervaba, y ella lo notaba pues le apretaba más fuerte la mano cada vez que sucedía. Entonces me miraba con ternura y me decía al oído  «déjalos que miren, eres tú el que me tiene», y me daba un beso en la mejilla. Yo le sonreía como aceptando esas palabras como las disculpas que no me podían ofrecer aquellos hombres maleducados, pero la verdad hubiese preferido siempre me besara la boca. Nunca me la besó en público.

-    ¿Estás bien?
-    Sí, ¿por qué?
-    Porque no has mencionado una palabra en casi media hora.
-    ¿Será porque estamos cenando?
-    No te hagas…
-    ¿No hablar es malo para ti?
-    En este caso sí.
-    No entiendo por qué. Mira, mientras hablamos se nos enfría el pollo y las papas.
-    Basta.
-    ¿Qué te pasa?
-    Dime qué tienes.
-    No tengo nada, carajo.
-    ¿Sabes qué?, jódete. Me voy.
-    ¿A dónde?
-    Qué te importa…

Usualmente discutíamos por lo mismo. La culpa era mía, desde luego. Era demasiado cobarde como para decirle lo que realmente sentía. Y lo que sentía es que yo era muy poco para ella. Tenía un miedo constante de que en cualquier momento lo notara y me dejara por alguien más a su nivel. Iría a ser lo más justo, claro, una mujer bella y valiosa debía estar con un hombre bello y valioso. Y yo no cumplía con ese perfil. Entonces la dejaba ir. Y luego era sólo cuestión de tiempo para recibir su llamada desesperada desde algún punto de la ciudad. Lloraba y me pedía por favor que la recogiera, porque tenía mucho frío, calor o cualquier otra cosa, según el caso. Yo iba y me acercaba. Nuevamente las miradas extrañadas de los curiosos - ¡Cómo puede ser esto!, ella tan bella y con ese monstruo – Al diablo con ellos. Ella corría a mis brazos y me pedía perdón. Hasta ahora no entiendo de qué se disculpaba. Quizás debía disculparse con ella misma, por no darse cuenta de que conmigo perdía su tiempo, parte de su vida, en lugar de ser realmente feliz con quien la mereciera. Pero ese día, doctor, fue diferente.

***

-    Entiendo que no lo llamó.
-    No, ya no.
-    ¿Qué hizo entonces?
-    Nada. Sólo seguí esperando.
-    ¿Cuánto tiempo?
-    Tres días.
-    Y entonces se enteró de la noticia.
-    Así fue.
-    ¿Qué fue lo primero que pensó?
-    Que era una mala broma. Ella a veces me hacía bromas muy pesadas.
-    ¿Cómo supo luego que no era una broma?
-    Cuando hablé con su madre. Su madre no mentía.
-    ¿Cómo es que confiaba tanto en su madre?
-    Era la única que me decía la verdad.
-    ¿Qué verdad?
-    Que soy un esperpento y que su hija no me merecía.
-    Ya veo, ¿lo culpó por su suicidio?
-    No.
-   Entiendo. Lo noto cansado, señor Pajuelo, creo que por hoy hemos terminado la sesión.
-    Gracias, doctor. Lo llamo en los próximos días para coordinar la siguiente. Muchas gracias, de verdad.

martes, 1 de octubre de 2013

Agua de luna

Ojos cortos que apaciguan
Las ansias de muchos años
La distancia era infinita
Se rompió con un abrazo

Un dulce gesto de mármol
Criatura divina, empedernida
De los cielos llegó un humo
Mella había hecho el vino

Me miras con extrañeza
No comprendes dónde estuve
Te lo preguntas por instantes
Yo no quiero ser distante

La gracia que cae de tus mejillas
La sonrisa flagrante, tú, su dueña
Yo soy gente que sueña
Tú eres bella y caminante

Ya no importan las enfrentas
Cuando caíste en mi pecho
Y lo atrevido me nace
Entiende, lo he perdido todo antes

Sólo me queda valentía
Y el cuidado descuidado
La sonrisa voladora
El cigarro ya apagado

Libros, letras y el tintero
Lapiceros que no pintan
Un poema malnacido
La región de mis caricias

Cabello negro tan librado
Soy tu ferviente admirador
Ahora que ya te he besado
No me culpes, de favor

Ya la unión está latente
Se percibe ya en el viento
Dos almas provenidas
Una hermosa, otra raída

En el campo de los cielos
Agua de luna me salpica
Has llegado ya, gaviota
A mi mar, en mi guarida.