Se encontraron de casualidad a la salida del cine una noche de marzo; él estaba solo y ella con unas amigas a las que les dijo “esperen un rato” apenas lo vio. Se le acercó lo más pronto posible para evitar que partiera rápido y fuera ya muy embarazoso llamar su atención. “¡Hola!, ¿eres tú?”, le preguntó. él la reconoció enseguida aunque le fue difícil expresar su natural sorpresa, “hola”, le respondió, “¿cómo estás?”, preguntó por inercia. “Tantos años, ¡¿cuántos que no nos vemos?!”, “no sé, serán quince desde que terminamos el cole”, “sí, fácil”, “¿y qué tal?”, “nada, aquí con unas amigas; me hacen una despedida, es que mañana me voy a vivir a Montreal”, “¿en serio?, qué bien”. El poco interés que mostró él fueron en contra de sus cortas expectativas para el momento. Sabía que tenía que no había mucho más que hacer en ese incómodo instante, salvo dejar una pequeña huella antes de su definitiva partida a otras tierras. Sabía también que aquel muchacho estuvo silenciosamente enamorado de ella durante casi toda la etapa secundaria escolar. Decidió entonces hacer una suerte de obra caritativa y, entre verdades a medias y mentiras adornadas, le dijo: “antes de irme quisiera que sepas que tú también me gustabas en el colegio. De verdad, me gustabas mucho; le decía a mis amigas todos los días que quería que me invitases a salir, pero nunca lo hiciste. Quién sabe qué sería de nosotros ahora si eso se hubiera dado, ¿habríamos sido felices?, apuesto a que sí. ¿Qué haces ahora?, ¿te casaste?, ¿tienes novia?, yo estuve a punto de casarme pero el muy infeliz me sacó la vuelta, esto fue hace unos meses. En parte por ello decidí irme definitivamente del país, no, no, en realidad es por eso que me iré, sólo por eso. En fin, cuando a una le pasan estas cosas es cuando se pone a pensar en los chicos que deja en el camino: tú entre ellos; quizás yo fui una tonta, quizás yo debí invitarte a salir a ti, pero bueno, supongo que no hay vuelta atrás, ¿verdad?, ¿qué opinas?”. Él se quedó quieto, mirándola sin mucho esmero a los ojos, luego de un rato sonrió sarcásticamente. Vio de reojo a sus amigas, que estaban lo suficientemente lejos y distraídas; se le acercó, le puso las manos en el hombros y la miró a los ojos, fijamente esta vez. “La concha de tu madre”, le dijo tan firme como tranquilo, y luego se fue, dejándola fría y lista para partir por siempre a Montreal.
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