martes, 24 de septiembre de 2013

Última confesión

El último texto significa una aclaración póstuma, quizás, algo que merecían los últimos acontecimientos transcurridos en el andar de mi cerebro y en las revoluciones de mi ajado y desvergonzado corazón. Es una declaración de guerra perdida o una bandera blanca, un salvavidas en medio del Atlántico helado, un último suspiro que comparte la frustración y el deseo. El último texto tiene los adornos de un árbol de navidad no armado, sin regalos, porque estos no llegaron, tardaron mucho o tal vez nunca fueron enviados. Infiere una serie de suposiciones que pueden ser erróneas, bien guiadas por los traumas que voy arrastrando desde tiempos inmemoriales. Significa también un despojamiento de la presión que suelo ejercer sobre las personas que amo y, por supuesto, un despojamiento de la presión que he generado sobre mí mismo. Nadie tenía que sufrir por mis famosos arrebatos emocionales. Fui yo el que excedió el peso de la maleta, claro, creyendo que era lo suficientemente grande como para cargar quince años de fracasos sentimentales continuos y regulares. El último texto significa una liberación para las víctimas, principalmente, y luego para mí. Un acuerdo no firmado en el que consta que estoy dejando a su disposición este cúmulo de sensaciones que alguien habría despertado en mí con suma naturalidad. Y es que ese cúmulo, por más pesado que sea, termina siendo aquí la única parte cien por ciento inocente. El último texto significa un adiós preventivo, una forma de evitar odiar injustamente, como tantas veces hice antes. Pues una mujer extinta no merece ser odiada, merece ser amada y muy bien amada, espero, por un hombre también extinto que sepa mover las manecillas de su reloj y modificar con sutileza su siempre recargada agenda, en resumen, un hombre que la enamore y que no sólo logre ilusionarla para vanagloriarse de algo que en realidad no consiguió, como lo hice yo.

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