Ya es la tercera vez en la semana que peleamos por lo mismo, ¿qué pretende?, ¿acaso poner a prueba mi lealtad?; trato de comprender la conglomeración de ideas que pasan por su cabeza, pero debido a su entreverada labia no puedo determinar qué es lo que desea en realidad. Sus palabras son todas insultos, sus frases son ofensas laxantes. Quiero pensar que pasamos por un mal momento, que estos diez años juntos no han de ser en vano. Que pasará esta vorágine y volverá la paz que tuvimos en los inicios. Pero no, mi mente no es tan fácil de engañar. Gana la batalla a toda emoción que de mis entrañas se haga concepto. Pienso, razono y digo que esto se va al carajo. Y es que es difícil combatir contra su desfachatez y orgullo. No reconoce que tengo la razón. Nunca lo ha reconocido ni lo reconocerá. Ahora mis amigos me llaman arrastrado, que no jodan. Esto es amor, no ser arrastrado. Ellos nunca han sentido amor y nadie ha sentido amor por ellos, así que no saben lo que significa el sacrificio diario de hacer que una relación resulte. Tener que soportar insultos y hasta golpes es un privilegio que poseemos pocos. Pero también es cierto que todo tiene un límite. Quizás mi límite esté a punto de ser alcanzado. La amé, la amé mucho, pero es que me molesta tanto que me culpe. Y no sólo a mí, mis amigos y familiares también han sufrido a causa de su soberbia. Que fácil lo ve, se derrumba y culpa a todos de su fracaso. La respuesta adyacente a su memoria pueril e infame, la gracia conjunta e impávida de su propio caos. A mí no me interesa ya ayudarle, ya no, porque cada vez que lo he hecho me terminé sintiendo culpable; me terminaron carcomiendo demonios estúpidos y raquíticos. Ya no quiero servirle. A ella no. Buscaré a alguien más, a ver si sus demonios me caen un poco mejor. Después de todo, cargo el amor como una cruz y puedo compartirla con quien desee, a la salud de los envidiosos.
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