Querida y adorada hermana:
Recibida la traición, hice aquello que me pediste tan empeñosamente que no hiciera, tal y como de seguro te lo habrías imaginado. Empero, no justificaré mis actos como un simple acto de pueril venganza, pues se trata de algo más profundo e imperecedero, un acto de redención, algo que quedará escrito en los ocultos y empolvados libros de la historia del Credo, claro está, si es que tú, como la lideresa capaz que eres, aceptas continuar con este legado que nos heredara nuestro padre. Legado que quizás, en algún momento, no quisimos cargar a cuestas, pero que asumimos con valentía en todas estas décadas, incluso cuando decidiste el retiro para dedicarte a ser una encomiable esposa y madre, con toda justicia y libertad.
Y empecé por Sofía. Aquella mujer que me acompañara en estos últimos años y que terminó por borrar sus propios besos, caricias y calores con una sucia estratagema. La razón por la que decidí empezar con ella es que era, en definitiva, mi paso más difícil. Es decir, si la hubiese dejado para el final, era muy probable que no hubiese terminado este plan de redención, y me habría dejado acuchillar suavemente mientras escuchaba sus súplicas. Entonces, con la sangre cambiando la coloración de mis ojos, llegué a su habitación en San Polo, en un humilde espacio, nada comparado con la hermosa residencia que ambos compartíamos en Roma, pero es que, querida hermana, hasta eso decidió cambiar por unas cuantas migajas de poder.
- Ezio, esposo mío, eres tú, ¿dónde te habías metido?, ¿qué haces aquí?
- Saludos, Sofía.
- (…) ¡Guarda esa cuchilla, Ezio, guárdala ya! No sabes nada aún, al menos déjame explicarlo.
- Descuida, amada mía, no necesito más explicaciones; la vida de Asesino me ha enseñado a alcanzar deducciones justas en poco tiempo, espero que no te suene presuntuoso, como alguna vez me lo hicieras saber.
- ¡Vuelve al exilio, Ezio! No tiene ningún sentido este intento por construir lo que ya había nacido destruido.
- Mi bella Sofía, no es construir lo que deseo ahora. Sólo puedo decir que mi único error ha sido amarte tanto como alguien como yo podía hacerlo. Ahora ven y deja que reciba un último abrazo tuyo. Por favor, si aún queda algo de amor en ti, úsalo para este abrazo.
Oh, hermana mía, ¡cuánto me costó conseguir que me mirara a los ojos con la misma firmeza y sinceridad que en aquellos años, años en los que decía haber encontrado en mí al hombre más importante de su vida! Años en los que me juró amor, respeto y lealtad. No lo llegué a conseguir del todo, he de decir. Al degollarla, su mirada no se despegó de mí, no sé si eso cuente, pero a mí me complació un poco. Sólo un poco, antes de tanto sufrimiento.
Seguí mi camino hacia la base de Massyaf. Sería un viaje largo y poco placentero, pero debía hacerlo para continuar con mi lucha y volver a encarrilar al Credo, por la memoria de nuestro padre, y por la memoria de nuestro gran y eterno Maestro, Altaïr.
Al volver a Massyaf, tanto tiempo después de aquel día en el que conocí personalmente los restos del Gran Maestro, sentí un frío extraño. Supe de inmediato que ya no había nada de Altaïr en esas ruinas horrendas y desoladas, donde apenas surgía ese pequeño pueblo atiborrado de gente temerosa e infeliz. Algunos guardias quisieron darme la bienvenida, pero los eliminé en seguida. Querida hermana, tengo setenta y tres años, pero aún puedo moverme con cierta agilidad, aunque me cueste y sienta dolores en todo el cuerpo cada vez que culmino con un asesinato. Con lo fácil que era antes, ya me costaba un mundo entero. Pero ambos sabemos muy bien que el reto más difícil llegaría después.
Eran veinte, sí, veinte Asesinos maduros, en su mayoría, y que además habían sido entrenados por mí. Me apreciaban y respetaban como a sus propias vidas. Me admiraban como yo admiré a nuestro padre. Pero ahora estaban ahí, en los tejados, mirándome con ojos rojos y fijos, esperando a que hiciera cualquier movimiento para lanzarme un flechazo, o tal vez, sólo tal vez, bajar al llano para decirme que me fuera, haciendo honores al cariño que supe sembrar en ellos, y así fue. El que se puso frente a mí fue Giacomo, quien había tomado el mando de los Asesinos. No me sorprendió en absoluto, pues fue el que desarrolló más rápido su don de liderazgo.
Oh, Giacomo, aún recuerdo cuando lo rescaté de unos bandidos en Venecia. Era tan sólo un adolescente entonces, cuando le propuse que si deseaba hacerme un pago por haberle salvado debía ingresar al Credo. Fue uno de los pocos casos en los que noté potencial en un Asesino sin necesidad de verlo en combate. Y con gracia presumí muchas veces de no haberme equivocado. Ahora me duele haberlo tenido como rival, pues es uno de los mejores. Además de más joven, es más rápido, y siempre fue un gran aprendiz, si sabes a lo que me refiero entenderás que era alguien a quien temerle en toda dimensión. Detrás de él se ubicaron dos Asesinos más, eran Lucca y Amonte, sí, Amonte, tu eterno favorito. Le guardaban las espaldas, señal de que, aunque me vieran como un anciano casi retirado, seguían temiéndome. Y no era difícil colegir que desde arriba los demás Asesinos me apuntaban con sus armas de largo alcance. Querida hermana, como de costumbre, lo tengo todo en contra.
Seguí mi camino hacia la base de Massyaf. Sería un viaje largo y poco placentero, pero debía hacerlo para continuar con mi lucha y volver a encarrilar al Credo, por la memoria de nuestro padre, y por la memoria de nuestro gran y eterno Maestro, Altaïr.
Al volver a Massyaf, tanto tiempo después de aquel día en el que conocí personalmente los restos del Gran Maestro, sentí un frío extraño. Supe de inmediato que ya no había nada de Altaïr en esas ruinas horrendas y desoladas, donde apenas surgía ese pequeño pueblo atiborrado de gente temerosa e infeliz. Algunos guardias quisieron darme la bienvenida, pero los eliminé en seguida. Querida hermana, tengo setenta y tres años, pero aún puedo moverme con cierta agilidad, aunque me cueste y sienta dolores en todo el cuerpo cada vez que culmino con un asesinato. Con lo fácil que era antes, ya me costaba un mundo entero. Pero ambos sabemos muy bien que el reto más difícil llegaría después.
Eran veinte, sí, veinte Asesinos maduros, en su mayoría, y que además habían sido entrenados por mí. Me apreciaban y respetaban como a sus propias vidas. Me admiraban como yo admiré a nuestro padre. Pero ahora estaban ahí, en los tejados, mirándome con ojos rojos y fijos, esperando a que hiciera cualquier movimiento para lanzarme un flechazo, o tal vez, sólo tal vez, bajar al llano para decirme que me fuera, haciendo honores al cariño que supe sembrar en ellos, y así fue. El que se puso frente a mí fue Giacomo, quien había tomado el mando de los Asesinos. No me sorprendió en absoluto, pues fue el que desarrolló más rápido su don de liderazgo.
Oh, Giacomo, aún recuerdo cuando lo rescaté de unos bandidos en Venecia. Era tan sólo un adolescente entonces, cuando le propuse que si deseaba hacerme un pago por haberle salvado debía ingresar al Credo. Fue uno de los pocos casos en los que noté potencial en un Asesino sin necesidad de verlo en combate. Y con gracia presumí muchas veces de no haberme equivocado. Ahora me duele haberlo tenido como rival, pues es uno de los mejores. Además de más joven, es más rápido, y siempre fue un gran aprendiz, si sabes a lo que me refiero entenderás que era alguien a quien temerle en toda dimensión. Detrás de él se ubicaron dos Asesinos más, eran Lucca y Amonte, sí, Amonte, tu eterno favorito. Le guardaban las espaldas, señal de que, aunque me vieran como un anciano casi retirado, seguían temiéndome. Y no era difícil colegir que desde arriba los demás Asesinos me apuntaban con sus armas de largo alcance. Querida hermana, como de costumbre, lo tengo todo en contra.
- Gran Maestro Ezio, permítame alegrarme de verlo a pesar del difícil contexto que hoy nos reúne.
- Giacomo, me alegro de verte también. De veras.
- He de suponer que, con toda su sabiduría, conoce muy bien el discurso que debo decirle ahora.
- Y como buen aprendiz que eres, sabes que no me iré.
- ¿Qué propone, maestro?
- Que acabemos esto rápido.
- Si lo atacamos ahora, todos al mismo tiempo, no tendrá oportunidad, maestro.
- Hagan lo que tengan que hacer.
- Lo enfrentaremos en el llano, en pares. Creo que sería lo más justo.
- Hagan lo que tengan que hacer.
Me enfrenté a los dos primeros. Llegaron Carlo y Abelardo. Asesinos jóvenes y fuertes, de muchísimo futuro. La lucha duró tres minutos y algunos segundos, no me demandó mucho esfuerzo acabarlos, aún cuando aplicaron bien las técnicas que habían aprendido de mí. No les fue suficiente, hermana, porque, como bien sabes, no lo he enseñado todo. Hay cosas que uno ni siquiera puede decir, mucho menos enseñar. Mi hoja oculta ya estaba manchada de sangre joven y prometedora. Cuando siguieron los otros dos, algo de piedad me aclaró la mirada y les pedí que se rindieran, que me dejaran ir directo hacia Macchiavello. Fue inútil. Vencí a Giuseppe y a Vladimiro, luego a Ángelo y a Emiliano. Había pasado casi una hora. Estaba bajo la mirada de Giacomo, Lucca y Amonte. Pero a ratos buscaba a Sabrina. Mi mejor alumna y quizás el mejor Asesino mujer de la historia del Credo. No la encontraba entre las sombras, pero siempre supe que sería ella la indicada para darme la última estocada en caso fracasara, ¿la razón?, creo que la conoces muy bien, querida hermana.
Un par de horas después, había acabado con casi todos los Asesinos. Pero el costo había sido muy alto. No sólo me encontraba muy malherido, sino además un poco triste y meditabundo, ¿acaso estaba obrando bien?, ¿acaso debí tratar de convencer a mis discípulos de que se unieran a mi causa, antes de propulsar un enfrentamiento directo?, quizás no lo hice porque sabía que era un absurdo. Ellos le juraron lealtad al Credo desde su primer salto de fe, no a mí. Habían pasado años, décadas, defendiendo con sus aceros nuestros dogmas, manchándose de sangre rival, sacrificando sus vidas, y las compañías de sus familias, muchas veces, por proteger lo que ellos consideraban más importante. Quería decirles que estaban equivocados. Que tenían ahora a un líder falso. Un truhán que sólo ansiaba el poder del Fruto del Edén. Aquel artefacto que, lejos de ser nuestra mayor bendición, como en algún tiempo se pensó, ha sido siempre nuestra peor maldición y más cruel castigo.
Un par de horas después, había acabado con casi todos los Asesinos. Pero el costo había sido muy alto. No sólo me encontraba muy malherido, sino además un poco triste y meditabundo, ¿acaso estaba obrando bien?, ¿acaso debí tratar de convencer a mis discípulos de que se unieran a mi causa, antes de propulsar un enfrentamiento directo?, quizás no lo hice porque sabía que era un absurdo. Ellos le juraron lealtad al Credo desde su primer salto de fe, no a mí. Habían pasado años, décadas, defendiendo con sus aceros nuestros dogmas, manchándose de sangre rival, sacrificando sus vidas, y las compañías de sus familias, muchas veces, por proteger lo que ellos consideraban más importante. Quería decirles que estaban equivocados. Que tenían ahora a un líder falso. Un truhán que sólo ansiaba el poder del Fruto del Edén. Aquel artefacto que, lejos de ser nuestra mayor bendición, como en algún tiempo se pensó, ha sido siempre nuestra peor maldición y más cruel castigo.
- ¡Giacomo!, he vencido ya a casi todos tus Asesinos. Muchos jóvenes y maduros guerreros han sido derrotados a causa de la avaricia de tu líder. Paremos ya con esto. Déjame pasar. Así como estoy, lo más probable es que fracase. Entonces habrán vencido ustedes y este supuesto traidor habrá pagado el precio de su inmundicia sin que se derrame más sangre inocente.
- Sabe muy bien, maestro, que cumplir lo que me pide es imposible. Además, quedamos aún nosotros cuatro. Incluyendo a Sabrina, quien lo observa desde algún lugar cercano con muchas ansias de verlo aún más agonizante.
- ¡Que venga ya! Sé que ella tiene más razones que todos ustedes juntos para aniquilarme.
- Lo lamento, maestro, pero ella misma me pidió que no le permitiera acercarse a usted, hasta que no haya quedado nadie más para enfrentarlo.
- Pues entonces tendré que encargarme de ustedes también.
Mi querida y hermosa hermana, cuánto me costó sobrevivir al asedio de estos talentosos y voraces Asesinos. Lucca era un experto en desarme y Amonte, como debes recordar, era un as de la cimitarra milanesa. Ambos se vinieron contra mí al mismo tiempo mientras Giacomo daba vueltas a la escena para tomarme desprevenido y asesinarme con su hoja oculta. Pude escapar tres veces de las punzadas de Giacomo, quien venía de todos lados, como rayos fatuos que se abrían entre la oscuridad de aquella noche siria. El primero en caer fue tu querido pupilo. Espero me perdones, pero en mi defensa puedo decir que no dejé que sufriera mucho, por lo que no le abrí las vísceras como sucedió con algunos caídos anteriores; me di maña para atravesar con mi cuchilla su garganta de forma vertical hacia arriba, y así llegar hasta el cerebro, facilitándole una muerte instantánea, lo conseguí, pero en el ínterin sentí tres cuchillos voladores pequeños clavarse en mi espalda. Ya no sentía dolor, sólo escuchaba ruidos por todos lados, de seguro eran los pasos de la muerte.
Fingí desplomarme y pronto llegaría Lucca a tratar de liquidarme. Cuánta subestimación. Usando la cimitarra de Amonte, atravesé el corazón de Lucca, y en el mismo movimiento arremetí contra Giacomo, quien ya había brincado a destrozarme el cráneo con una enorme roca. Luego de degollarlo y mientras me pedía perdón con lágrimas en los ojos, escuché la voz de Sabrina anunciando su llegar.
Fingí desplomarme y pronto llegaría Lucca a tratar de liquidarme. Cuánta subestimación. Usando la cimitarra de Amonte, atravesé el corazón de Lucca, y en el mismo movimiento arremetí contra Giacomo, quien ya había brincado a destrozarme el cráneo con una enorme roca. Luego de degollarlo y mientras me pedía perdón con lágrimas en los ojos, escuché la voz de Sabrina anunciando su llegar.
- Ezio Auditore. Me perdonará llamarlo de ese modo. Es que a estas alturas me resisto a creer que usted fue mi mentor. Y, claro, mi amante.
- Sabrina…
- No es necesario que diga nada. Mírese, ya ni siquiera puede mantenerse en pie.
- No diré nada. Sólo ven y terminemos con esto.
- Recuerdo que me dijo exactamente lo mismo la primera vez que hicimos el amor.
- ¿Queda espacio para el romanticismo en la tragedia, Sabrina?
- Usted debería pagar por todo el daño que me ha hecho, y el daño que le acaba de hacer al Credo.
- Tienes derecho a querer cobrarte tus revanchas, ¿quién sería yo para negarlo?, adelante, aquí estoy.
Ella seguía siendo tan agraciada como peligrosa. Los años parecían no haber pasado por su cuerpo y rostro. Tenía la misma mirada tierna de aquellas veces en Florencia, a pesar de que en Massyaf me miró con todo menos con ternura. Como te lo he contado ya en algunas ocasiones, siempre fue una ladrona hábil y luego una Asesina exquisita. Me atrajo sobremanera de ella el haberse resistido siempre a caer en el mundo de las cortesanas, aún cuando tenía todas las condiciones para ser una de las mujeres más deseadas de Italia. Nunca la amé aunque quise y, sí, me aproveché de su inocencia en más de una ocasión. Quizás ella esperase convertirse en mi esposa pronto, pero no contaba con mi poca prestancia para el compromiso. Años después conocería a Sofía y todo se vino abajo para Sabrina. Me odió con fervor durante todo este tiempo, aunque no dejó de respetarme y admirarme como maestro. Ahora no quedaba más respeto en su gesto; era aberración pura. Ella quería verme muerto sin pensar, quizás, que ya lo estaba desde la traición de Macchiavello.
Me venció en tan sólo unos minutos, desarmándome y dejándome boca arriba en el lodo, tal y como se podía prever. Pero Sabrina siempre tuvo un punto débil, y lo supe desde aquella vez en la que le tocó eliminar a un hombre que ella consideraba bueno y honorable, un mercader en Constantinopla al que conocía desde Florencia. Aquella vez, querida Claudia, fue, de hecho, la única ocasión en la que Sabrina mostró debilidad. Demoró varios segundos antes de asesinar a su víctima, mientras yo supervisaba todo desde uno de los tejados. Al reconocerla, el mercader no sólo le rogó que no lo matara, también le declaró un supuesto amor incondicional, le ofreció matrimonio y una vida segura y apacible, lejos de los peligros del Credo. Ella se frenó por un momento, no porque creyera o correspondiera a su amor, sino porque le pareció un gesto noble que además afirmaba el concepto que siempre tuvo de él, aún cuando todas las pruebas apuntaban a que el hombre era uno de los mercaderes más corruptos de la ciudad. Al reaccionar y recordar su misión, y con gesto de desdicha, ella le atravesó la hoja oculta por el pecho, pero el tiempo que tardó permitió que el mercader le incrustara, al mismo instante, una cuchilla bañada en veneno en el brazo.
¡Ay de Sabrina, querida hermana! Si yo no hubiera estado ahí para sacarle el veneno con mi boca y luego llevarla rápidamente a un galeno, habríamos perdido a una estupenda Asesina.
No sabía si podía usar el mismo truco que aquel hombre. Lo que sí sabía era que el odio de Sabrina devenía del amor que no le fuera correspondido. Por lo tanto, hermana mía, esa mujer me seguía amando, y yo… Yo sólo soy un viejo astuto. Te pido ahora que no me odies ni me juzgues por lo que narraré a continuación, recuerda que para un Asesino el objetivo siempre será lo único importante: le dije que había sido un gran error no haberle dado la oportunidad que merecía. Que ahora Sofía estaba muerta, prueba de que quería rehacer mi vida, y que si bien era cierto que soy un anciano, aún podía amarla mucho y hacerla muy feliz. Su cimitarra ya comenzaba a introducirse en mi garganta mientras ella empezó a concebir sus primeras lágrimas…
Me venció en tan sólo unos minutos, desarmándome y dejándome boca arriba en el lodo, tal y como se podía prever. Pero Sabrina siempre tuvo un punto débil, y lo supe desde aquella vez en la que le tocó eliminar a un hombre que ella consideraba bueno y honorable, un mercader en Constantinopla al que conocía desde Florencia. Aquella vez, querida Claudia, fue, de hecho, la única ocasión en la que Sabrina mostró debilidad. Demoró varios segundos antes de asesinar a su víctima, mientras yo supervisaba todo desde uno de los tejados. Al reconocerla, el mercader no sólo le rogó que no lo matara, también le declaró un supuesto amor incondicional, le ofreció matrimonio y una vida segura y apacible, lejos de los peligros del Credo. Ella se frenó por un momento, no porque creyera o correspondiera a su amor, sino porque le pareció un gesto noble que además afirmaba el concepto que siempre tuvo de él, aún cuando todas las pruebas apuntaban a que el hombre era uno de los mercaderes más corruptos de la ciudad. Al reaccionar y recordar su misión, y con gesto de desdicha, ella le atravesó la hoja oculta por el pecho, pero el tiempo que tardó permitió que el mercader le incrustara, al mismo instante, una cuchilla bañada en veneno en el brazo.
¡Ay de Sabrina, querida hermana! Si yo no hubiera estado ahí para sacarle el veneno con mi boca y luego llevarla rápidamente a un galeno, habríamos perdido a una estupenda Asesina.
No sabía si podía usar el mismo truco que aquel hombre. Lo que sí sabía era que el odio de Sabrina devenía del amor que no le fuera correspondido. Por lo tanto, hermana mía, esa mujer me seguía amando, y yo… Yo sólo soy un viejo astuto. Te pido ahora que no me odies ni me juzgues por lo que narraré a continuación, recuerda que para un Asesino el objetivo siempre será lo único importante: le dije que había sido un gran error no haberle dado la oportunidad que merecía. Que ahora Sofía estaba muerta, prueba de que quería rehacer mi vida, y que si bien era cierto que soy un anciano, aún podía amarla mucho y hacerla muy feliz. Su cimitarra ya comenzaba a introducirse en mi garganta mientras ella empezó a concebir sus primeras lágrimas…
- ¡Figlio di puttana! ¡Maldito seas, Ezio!
Cuando intentó culminar mi muerte, ya era demasiado tarde para ella. Tomé su cimitarra con una de mis manos, al mismo tiempo doblé y quebré su pierna izquierda con mis dos piernas, finalmente arremetí contra su pecho con todas las pocas fuerzas que me quedaban. Habíamos quedado tendidos, yo sobre ella, cara a cara, como cuando hacíamos el amor y yo disfrutaba de su inocencia. Incluso, querida hermana, y pido perdón por la impúdica confesión, algo de masculina excitación circuló por mi cuerpo herido, pero eso no evitó que mientras la mirase con deseo le fuera clavando lentamente mi hoja oculta en el corazón. Poco antes de sentir su último hálito, Sabrina me dijo algo que jamás olvidaré:
- Nunca dejé de creer en el maestro, pero tenía que matar al hombre… Espero que algún día me perdones… Ezio…
- Requiescat in pace, Sabrina.
Luego murió, dejándome al fin el camino libre hacia mi verdadero enemigo. Macchiavello no era tonto, sin embargo, sabía que siempre existía la posibilidad de que venciera a los veinte asesinos, así que no pudo encontrar mejor forma de disminuir mis posibilidades de victoria que ubicándose en lo alto de una de las torres más gigantescas de Massyaf. No había trampas ni más guardias, sólo exigencia física, mucha exigencia como para un viejo desgastado y además agonizante. Aun así, querida hermana, y después de largos y dolorosos bríos, logré alcanzar la cima de la torre donde Macchiavello me esperaba, aplaudiendo, con esa sonrisa maledicente y satírica que siempre tuvo, esa misma que alguna vez creí sincera con tanta ingenuidad.
- ¡Bravo, Ezio, bravo! Debo reconocer que no esperaba que llegaras hasta aquí tan entero. Siempre fuiste obstinado, pero hoy te has coronado, ¡te felicito!
- (…) Creo que no hay mucho de qué conversar, Macchiavello. Desenfunda y pelea, al menos quiero verte morir antes de que muera yo.
- ¡Ja, ja, ja!, tan histriónico como de costumbre, todo un Auditore, con la gran diferencia de que los Auditore no eran sucios traidores como lo eres tú.
- Osas llamarme «traidor» cuando sabes perfectamente quién dejó abandonado a alguien que lo consideraba su amigo y leal compañero. Y todo por esa maldición que llevas en ese bolso.
- Oh, Ezio, siempre tan equivocado… Desde que te conocí noté que eras un cúmulo andante de errores, ¿sabes?, el Fruto del Edén… Así te explicara lo que realmente significa, no lo entenderías pues escapa a la comprensión de un simple arrebatador de vidas. Este ingenio ha debido ser concebido para que sólo mentes brillantes y lúcidas como la mía puedan controlarlo y llevar a este caótico mundo a un mejor sendero. No quisiera ni imaginar qué podría hacer alguien como tú, alguien tan obtuso y ordinario, con algo de esta naturaleza.
- Puede que no sea tan brillante como tú, pero al menos conozco y respeto el significado de la lealtad.
- ¡Ah, sí, claro! Y por eso degollaste a tu esposa y asesinaste luego a tus veinte aprendices, incluyendo a tu amante. Me fascina tu sentido de la lealtad.
- Lo hice porque no tenía otra opción…
- Lo hiciste porque es lo único que sabes hacer, Ezio Auditore. Naciste para ser un Asesino, y eso es lo que eres, un simple asesino, ¿por qué no eres más franco y me dices la verdad?, sé que has venido aquí para tomar posesión del Fruto.
- Pues sí, vine aquí por el Fruto, pero no para usarlo a mi favor, sino para esconderlo donde nadie lo encuentre jamás y así evitar que esperpentos como tú vuelvan a apoderarse de él.
- Hmmm, veamos, esa idea me parece tan conocida… ¡Ah, ya lo tengo!, eso mismo pensó Altaïr varios siglos antes, ¿lo recuerdas?, incluso codificó la puerta de su biblioteca para que nadie pudiera acceder al Fruto, pero… Ya conoces el resto de la historia, y debo agradecerte. No obstante, el hecho de que un primate como tú haya podido acceder al Fruto sólo prueba de que ningún lugar será completamente inaccesible para quien quiera obtenerlo. O también podría significar que Altaïr era tan pánfilo como tú, y como todos los Asesinos.
Querida Claudia, debo confesar que nunca me había sentido tan ofendido e irascible. Incluso en mis últimos minutos de vida, sentía arder la sangre mientras la misma brotaba por todas y cada una de mis heridas, mezclándose con el polvo y el lodo que me cubrían, haciendo de mí una masa rojinegra, un ente horripilante y casi irreconocible. Macchiavello le puso alto a su discurso y empuñó su espada, dando inicio a mi última lucha. A pesar de mi estado colérico, no duré mucho tiempo. En pocos minutos me encontraba al borde del colapso tras un terrible corte en el cuello que por poco alcanza mi yugular. Él esperaba el momento preciso para sellar su victoria pero yo no le daba ningún espacio. Debo mencionar con cierta alegría que el guantelete que me regalaste en el Vaticano era mi único escudo.
Un corte más, en cualquier parte de mi cuerpo, hubiera sido letal. Él no era un Asesino, pero sí un experto en esgrima y mucho más astuto que cualquiera de mis anteriores rivales. Su victoria consistía en dejar que me desangre o en un descuido para aplicarme la última cuchillada. Nada de esto pasó.
El Fruto del Edén. Querida hermana, en algo tenía razón Macchiavello, nunca terminaré de comprenderlo. Había dejado de funcionar desde hacía mucho tiempo, cuando de pronto empezó a brillar desde su bolso con una luz cegadora y poderosa, algo que también sucedió aquella vez en la que llegué a la biblioteca del Gran Maestro Altaïr, con la diferencia de que aquellos rayos de luz, lejos de dañarme, me dieron calma y diversos dones que con el tiempo fueron quedando en el olvido.
Entonces, esa luz había empezado a quemar las entrañas de Macchiavello, el que alguna vez fuera el dueño y señor de mi confianza. Sus gritos se mezclaban con el fuego que provenía de sus adentros. La luz también me afectaba. Quedé en el suelo mientras sentía que me quemaba la carne y hasta empecé a sentir el olor de mi cuerpo ardiente. Sabía que era mi fin, pero disfruté viendo a Macchiavello cayendo por pedazos mientras iba maldiciendo al Fruto por el que vendió su otrora intachable dignidad. De pronto los recuerdos de Altaïr volvieron a mi mente, se entremezclaron con los míos, y lloré, Claudia, lloré mucho, ¿había vivido yo una vida digna?, ¿había actuado correctamente?, ¿habría hecho Altaïr lo mismo que yo de encontrarse en mi situación? Apenas sentía mis lágrimas a través de mis mejillas rostizadas. Ya había fuego por todos lados. La torre se incendiaba de manera rauda e inclemente. Sólo había una forma de salvarme o de al menos alargar mi agonía: un último salto de fe.
Pero, ¿fe en qué?, el Credo estaba destruido. No quedaba nada en lo que pudiera creer, incluso el mismo Fruto parecía desvanecerse mientras calcinaba los restos de Macchiavello. No había nada por lo que luchar. Veintidós cadáveres así lo confirmaban, mientras me iba transformando ya en el vigésimo tercero. Sólo me quedabas tú, querida hermana, pensé en ti de repente, en tu sonrisa, en el dolor y alegrías que juntos compartimos durante todos estos años. En aquella vez que me pediste el retiro del Credo porque te habías enamorado. Y ahora, mírate, eres una adorable abuela, una mujer feliz y realizada. Yo, hermana mía, decidí seguir en este camino, y sólo me quedaba recordarte para darme fuerza y valor. Realicé aquel último salto de fe y no salió del todo bien, pero al menos había conseguido sobrevivir. La torre se derrumbaba junto con el Fruto mientras yo me alejaba del lugar a paso lento, muy lento. Casi no sentía que avanzaba.
Pasaron algunas horas, días, o no lo sé, porque habré perdido el conocimiento, presumo. Desperté en la cabaña de una familia del barrio más pobre de Acre, sagrado lugar en el que Altaïr conociera a su amada María hace trescientos años; te habré narrado la historia un par de veces. En eso pensaba mientras las mujeres de la casa atendían mis heridas, pero ya era muy tarde, sus rostros me lo decían sin hipérbole alguna. Tuve la suerte de que haya alguien aquí que supiera leer y escribir, y me ayudara a redactarte esta carta, querida Claudia. Así es, este es su puño y letra; a que es una letra encantadora, nada comparada con la mía, que siempre ha sido muy poco legible, y eso desde que éramos niños, ¿lo recuerdas?, espero que sí.
Creo que ha llegado el momento de la despedida, pues este pobre muchacho lleva escribiendo más de seis horas mientras parece asombrado de mi lucidez para narrar. Creo que me ve como un cadáver parlante o algo así. Quizás tenga razón en su inocente apreciación. Tal vez ya esté muerto y sólo me haya dado las fuerzas para dictarle esta carta. En todo caso, te pido que, una vez llegue a tus manos, la guardes como mi primer, único y último legado. Y si este Credo continúa, lo cual ya dependerá de tu decisión, espero perdones y enmiendas mis errores. Que la justicia sea siempre lo que guíe la punta de nuestros aceros. Y no olvides nunca nuestro lema: «Nada es verdad, todo está permitido».
Addio, hermana mía.
Per sempre tuyo, Ezio.
El Fruto del Edén. Querida hermana, en algo tenía razón Macchiavello, nunca terminaré de comprenderlo. Había dejado de funcionar desde hacía mucho tiempo, cuando de pronto empezó a brillar desde su bolso con una luz cegadora y poderosa, algo que también sucedió aquella vez en la que llegué a la biblioteca del Gran Maestro Altaïr, con la diferencia de que aquellos rayos de luz, lejos de dañarme, me dieron calma y diversos dones que con el tiempo fueron quedando en el olvido.
Entonces, esa luz había empezado a quemar las entrañas de Macchiavello, el que alguna vez fuera el dueño y señor de mi confianza. Sus gritos se mezclaban con el fuego que provenía de sus adentros. La luz también me afectaba. Quedé en el suelo mientras sentía que me quemaba la carne y hasta empecé a sentir el olor de mi cuerpo ardiente. Sabía que era mi fin, pero disfruté viendo a Macchiavello cayendo por pedazos mientras iba maldiciendo al Fruto por el que vendió su otrora intachable dignidad. De pronto los recuerdos de Altaïr volvieron a mi mente, se entremezclaron con los míos, y lloré, Claudia, lloré mucho, ¿había vivido yo una vida digna?, ¿había actuado correctamente?, ¿habría hecho Altaïr lo mismo que yo de encontrarse en mi situación? Apenas sentía mis lágrimas a través de mis mejillas rostizadas. Ya había fuego por todos lados. La torre se incendiaba de manera rauda e inclemente. Sólo había una forma de salvarme o de al menos alargar mi agonía: un último salto de fe.
Pero, ¿fe en qué?, el Credo estaba destruido. No quedaba nada en lo que pudiera creer, incluso el mismo Fruto parecía desvanecerse mientras calcinaba los restos de Macchiavello. No había nada por lo que luchar. Veintidós cadáveres así lo confirmaban, mientras me iba transformando ya en el vigésimo tercero. Sólo me quedabas tú, querida hermana, pensé en ti de repente, en tu sonrisa, en el dolor y alegrías que juntos compartimos durante todos estos años. En aquella vez que me pediste el retiro del Credo porque te habías enamorado. Y ahora, mírate, eres una adorable abuela, una mujer feliz y realizada. Yo, hermana mía, decidí seguir en este camino, y sólo me quedaba recordarte para darme fuerza y valor. Realicé aquel último salto de fe y no salió del todo bien, pero al menos había conseguido sobrevivir. La torre se derrumbaba junto con el Fruto mientras yo me alejaba del lugar a paso lento, muy lento. Casi no sentía que avanzaba.
Pasaron algunas horas, días, o no lo sé, porque habré perdido el conocimiento, presumo. Desperté en la cabaña de una familia del barrio más pobre de Acre, sagrado lugar en el que Altaïr conociera a su amada María hace trescientos años; te habré narrado la historia un par de veces. En eso pensaba mientras las mujeres de la casa atendían mis heridas, pero ya era muy tarde, sus rostros me lo decían sin hipérbole alguna. Tuve la suerte de que haya alguien aquí que supiera leer y escribir, y me ayudara a redactarte esta carta, querida Claudia. Así es, este es su puño y letra; a que es una letra encantadora, nada comparada con la mía, que siempre ha sido muy poco legible, y eso desde que éramos niños, ¿lo recuerdas?, espero que sí.
Creo que ha llegado el momento de la despedida, pues este pobre muchacho lleva escribiendo más de seis horas mientras parece asombrado de mi lucidez para narrar. Creo que me ve como un cadáver parlante o algo así. Quizás tenga razón en su inocente apreciación. Tal vez ya esté muerto y sólo me haya dado las fuerzas para dictarle esta carta. En todo caso, te pido que, una vez llegue a tus manos, la guardes como mi primer, único y último legado. Y si este Credo continúa, lo cual ya dependerá de tu decisión, espero perdones y enmiendas mis errores. Que la justicia sea siempre lo que guíe la punta de nuestros aceros. Y no olvides nunca nuestro lema: «Nada es verdad, todo está permitido».
Addio, hermana mía.
Per sempre tuyo, Ezio.
Inspirado en la magnífica saga de videojuegos, Assassin’s Creed.
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