martes, 30 de agosto de 2011

Jacobo, Reina y San Lucas

Cuando Jacobo iba por las calles, tratando de pensar en qué hacer con su vida, nunca imaginó que en uno de esos recorridos conocería a Reina, la reina del barrio de San Lucas. A diez casas de la suya, vivía ella, tan linda y candente como sus diecisiete años lo permitían. Una de esas tardes, el arquerito de los 'Diablos Rojos de San Lucas', tomó el primer camino hacia la canchita para jugar. Ya era tarde, llegaría impuntualmente, como de costumbre, entonces empezó a correr cabizbajo, hasta que se tropezó y se dio tres vueltas en el suelo mojado por la insistente llovizna. Jacobo escuchó unas risas provenientes de la vereda del frente. Cuando, enfadado y avergonzado, trató de ubicar a los propietarios de esas risas, divisó la sonrisa de Reina entre seis más, amigos y amigas, que la acompañaban en la puerta de su casa. El enfado se terminó y sólo quedó la vergüenza. Reina era bella, claro que sí, y su sonrisa iluminaba incluso las calles más oscuras de la barriada. Jacobo siguió su camino pensando en esa sonrisa que había dado un toque de luz a su alma oscura y dubitativa. Esa misma tarde, tuvo una actuación deportivamente horrenda.

Sus compañeros de equipo no se explicaban el porqué de sus fallas bajo los tres palos del arco que defendía. Los 'Diablos' perdieron cinco a tres contra el 'América de San Carlos', y de esos cinco goles, cuatro fueron a causa de su inusual desconcentración, porque, hay que decirlo, lo único que sabía hacer bien, el buen Jacobo, era tapar todo tipo de remates, gracias a su infinita elasticidad y un instinto que el profe Cuadros no había visto nunca antes en el barrio. Pero esa tarde le tocaría puteo.

Al ser nuevo en el barrio, Jacobo Pérez no tenía amigos. Sus compañeros de equipo apenas e intercambiaban palabras con él, siempre en la cancha de fútbol. Muchos de ellos vivían en el mismo barrio, San Lucas, pero pocos tenían la valentía de acercarse un poco más a tan huraño y tímido personaje. Es más, para ser recluído en el principal equipo del barrio, Jacobo tuvo que recibir los empujones de su madre, doña Fina, quien confiaba en él, más que él mismo. Fue ella quien lo impulsó a probarse en aquella convocatoria y fue por ella, finalmente, que el profe Cuadros descubrió su potencial y ahora lo tenía en el primer equipo, disputando el torneo Inter-barrios. A pesar de nunca decirlo, Jacobo estaba agredicido con su madre, aunque profundamente envuelto en sus propias ideas locas. Él quería ser doctor. Sí, doctor, médico, un salvador de vidas por excelencia. A sus diecinueve años, sabía que era el momento de elegir entre lo que más añoraba ser y lo único para lo que servía: el fútbol.

A Jacobo Pérez no le gustaba jugar. Lo hacía porque no sabía hacer otra cosa, y fue así desde siempre. De modo que no estaba en sus planes hacerse futbolista profesional ni mucho menos, sino más bien juntar algo de plata para irse a Lima a seguir la cara carrera de Medicina. Por mientras, los hinchas de San Lucas gritaban y festejaban sus atajadas. Sin saberlo, se había vuelto pieza indispensable del equipo.

Jacobo ya se había enamorado antes y los efectos fueron similares, bajas notas cuando estuvo en el colegio y desconcentración en las canchas. Pero haberse enamorado meramente de una sonrisa, era algo que lo desconcertaba aún más. Él tenía que hablarle, tenía que conocerla - "sólo así ..." - pensaba - "... me decepcionaré de ella y me la podré sacar de la cabeza". El buen arquero pensaba que, como sucedió algunas otras veces, conociendo a aquella muchachita, se daría con la sorpresa de que sólo le gustaba su sonrisa. Quizás, sólo quizás, encontraría rápidamente sus defectos más saltantes. Tal vez una enorme y tosca nariz, tal vez un par de ojos chuecos, o tal vez, una turgente chiquilla que, como tantas otras, se creía rica. Fue así que decidió luchar contra su propia timidez y salió en busca, esa misma tarde, de la chica que lo había desconcentrado en su casi impenetrable hábitat: el arco.

Llegó a su casa por un camino alterno, como dándole tregua a sus naturales temores. Se bañó y salió a la calle, diciéndole a su madre que iría a una cabina de Internet - "¡¿Internet!?" - se preguntó doña Fina, riéndose sabiamente, con la certeza de que su hijo había salido por otros menesteres. No le puso traba alguna y Jacobo salió sin inconvenientes. Ya en su calle, se acercó al lugar donde horas antes se había tropezado. Calculó el lugar de donde se oyeron las risas, finalmente, dio con la casa donde vio la sonrisa de Reina, pero no había nadie. Esperó diez, veinte, treinta minutos, pero no Reina no salía. Jacobo empezaba a desesperarse, al menos quería saber su nombre, pero la oportunidad no llegaba. Entonces sucedió algo inesperado. Un hombre de, aproximadamente, cuarenta años, llegó en un auto con letrero de "Taxi", y se estacionó justo al borde de aquella casa. El hombre bajó del vehículo y trató de reconocer a quien estaba al frente de su domicilio. Jacobo se asustó un poco, pero permaneció quieto. El hombre se acercó y le preguntó - "¿sí?, ¿a quién buscas?" - Jacobo no respondió y siguió quieto, el hombre insistió - "¿a quién buscas?" - mientras se iba acercando al joven. Entonces lo reconoció - "¿Pérez, no?" - Jacobo se sorprendió, ¿cómo lo conocía?, no tenía idea, hasta que escuchó la explicación - "chiquillo, tapas de puta madre, pero me han contado que hoy la cagaste un poco, no te preocupes, yo también fui arquero cuando tenía tu edad, sé que ese puesto es el más difícil, un delantero se puede equivocar, un volante también, hasta un defensa, pero un arquero nunca, así es el fútbol, pero sigue así, sólo ha sido una tarde de mierda, sigue así Pérez" - Jacobo comprendió todo, y no tuvo mejor idea que complementar lo dicho por el taxista, a manera de respuesta - "sí, señor, fue una tarde de mierda, discúlpeme".

Aquel hombre sonrió amablemente y, tras darle una palmada en la espalda y desearle suerte, se acercó a la puerta donde Jacobo había visto a la sonrisa más bella de su vida. Por la ventana del segundo piso, una cabeza con cabello crespo y largo, salió gritando: "¡hola pa'!" - sí, era ella, era Reina. La quietud de Jacobo se volvió petrificación. Reina lo miraba mientras su padre, aquel taxista hincha de los 'Diablos Rojos de San Lucas', entraba cansado a su hogar.

La historia de Reina y Jacobo se empezó a escribir en aquella tarde que de a pocos se hacía noche. Ella metió la cabeza por su ventana y la cerró con fuerza, estaba avergonzada, puesto que pensaba que Jacobo se había acercado a su casa para recriminarle las burlas ocasionadas por su aparatosa caída. Dentro de su hogar, Reina se encontró en una encrucijada, ¿salir o no salir?, ¿disculparse o dejarlo así?, no aguantó su dilema y se lo contó a su padre, quien estaba por empezar a cenar. Él le contó que Jacobo era el principal arquero del equipo del barrio y le aconsejó que lo mejor que podía hacer era disculparse por tamaña malcriadez. Entonces abrió la puerta de su casa, salió sacando medio cuerpo, y vio que Jacobo se estaba yendo por donde vino - "¡espera, arquero!" - gritó Reina. Jacobó volvió su mirada y escuchó embelesado - "disculpa por lo de hace un rato, es que tu caída dio mucha risa, sorry, no pasará de nuevo, ¿discúlpame, sí? " - ¡cómo no disculpar a una chiquilla tan agridulce, a esa perfecta amalgama entre inocencia y sensualidad, a esa niña que, por un instante, hizo olvidar a Jacobo sus problemas existenciales y lo hizo comerse cuatro goles!, aún así, el joven sólo tuvo entereza para asentir con la cabeza, mientras que Reina soltó nuevamente esa sonrisa tan lumínica, culminando su vindicación con un: "tapa bien, ya?, ¡nos vemos!" que removió aún más la imaginación del portero.

Jacobo no sabía ni su nombre, pero sabía que pensaría en ella lo que quedaba de ese día, más el día siguiente, más, quizás, los próximos diez años de su vida. Llegó a su casa y se dirigía a su habitación para descansar, entonces doña Fina le preguntó: "¿qué tal el Internet?" - él respondió - "mamá no me digas nada, hoy tuve un día de ..."

- "¿qué dijiste, hijo?, ¿un día de qué?"
- "No mamá, nada, hoy tuve un muy buen día. Hasta mañana"

Al día siguiente, Jacobo fue temprano a su entrenamiento y volvió a ser el mismo gran arquero de siempre. Sin premeditarlo, había conseguido, de la misma fuente, algo mejor que la desconcentración: la inspiración.

( Segundo extracto de "Hijos del Consuelo")

lunes, 1 de agosto de 2011

Todos los globos van al mar

Un globo se suspendía en el frío viento de Julio. Lima lucía sombría, como en cada tarde, como en cada día, pero ver un objeto tan llamativo y colorido, la hizo linda aquella vez. Sin embargo, la alegría de ese pedazo de cielo gris, contrastaba con el llanto inconsolable de una bella niña. Lo había perdido, se le había escapado. Ahora iba hacia destino incierto, siendo lo único cierto que dicha ligera hermosura aérea no volvería a estar entre sus brazos.

El globo, que era morado, oscuro y con forma de dinosaurio bebé, se fue alejando de la mirada infantil de Diana, y con él volaban muchas ilusiones, dejando a su paso las fantasías de un lindo fin de semana en Santa María, quizás el único lugar cercano a Lima donde aún se podía ver el sol en esas fechas. Sus padres le prometieron un globo nuevo, pero Diana quería ese, sí, ese, el que iba volando hacia destino incierto. Al ver el comportamiento de su hija, trataron de convencerla una y otra vez, pero fue inútil, aunque nada cambiaría los planes del ansiado fin de semana cerca del mar. Quizás, y con suerte, Diana también disfrutaría del sol.

El globo se fue perdiendo junto con ese viernes de Julio, había llegado el sábado y las lágrimas secas de Diana cuartearon levemente su rostro y provocaron un chispazo de dolor que la despertó. Nuevamente empezó a llorar. Sea sábado, domingo o lunes, sea en la frialdad del centro o en las playas más soleadas, aquel globo morado jamás volvería. Sus padres, quienes naturalmente ya habían olvidado el asunto que a su hija tanto consternaba, arreglaron las cosas que faltaban, tomaron a Diana y a su hermanito, subieron al auto y emprendieron viaje hacia el sur.

Durante el camino, Diana no dejaba de mirar hacia el cielo. No estaba el globo, no estaban las ilusiones, pero Santa María estaba cada vez más cerca. Al llegar, la familia entera, excepto el corazón de Diana, se puso en disposición para disfrutar de un leve sol.

Había llegado la tarde y sucedió algo inesperado: Diana había visto un niño de su edad, que llevaba en su mano derecha una delgada pita atada a un globo idéntico al que ella había perdido un día antes.

- "¡Es ese!" - gritó Diana, desbordando más alegría y emoción que el mismo sol - "¡Es mi globo!" - gritó nuevamente y, acto seguido, bajó de la cama playera y corrió velozmente para alcanzar al niño. Sus padres intentaron detenerla con gritos, pero eso no pudo detener su paso, mientras el niño se iba alejando, junto al globo, del lugar donde estaban situados. Lógicamente, pensaron que aquel globo era simplemente igual al de Diana, mas no era el mismo, pero, al ver que su hija no se detenía en su intento de alcanzar al niño, el padre comenzó a seguirla.

Por más rápido que Diana corriera, el niño se alejaba más y más, hasta que, finalmente, desapareció entre la gente. Ahora lloriquiando, la acongojada niña se detuvo sin encontrarle explicación a su difícil momento. Su padre la alcanzó y le explicó - "Hija, ese no es tu globo, hay muchos globos como el que perdiste ayer, pero no puede ser el mismo" - Diana lo miró furibunda - "¡No, papá, ese es mi globo, estoy segura!" - le contestó, y luego regresó con su madre y su hermano, a paso cargado de rabia. La tarde iba terminando para dar lugar a una noche fría, una noche más de llanto para Diana.

Al día siguiente, Diana volvió a despertar gracias al dolor provocado por sus lágrimas secas, pero con la clara consigna de encontrar por su propia cuenta al niño que se había apoderado de su preciado tesoro. Salieron de la casa de playa, tomaron sombrillas, toallas y camas plásticas, y nuevamente se situaron frente al mar. El sol de aquel día era más fuerte que el del anterior, al igual que la voluntad de Diana.

Mientras sus padres y hermano se bañaban, ella prefería quedarse en su cama plástica, a ver si aquel niño se volvía a asomar por los alrededores. Diana se había convertido en una centinela de sus propios deseos y su perseverancia comenzó a dar sus primeros frutos. A lo lejos divisó al niño, nuevamente junto al globo, jugando poco antes de la orilla. No lo pensó dos veces y corrió hacia él. Sin embargo, algo raro sucedía. Diana corría sin parar, pero divisaba la misma figura como si estuviese en la distancia inicial. No podía acercase al niño. La desesperación se apoderó de ella y corrió con tanta fuerza, que no tardó en tropezarse con un montículo de arena, para luego caer aparatosamente. Al levantar la mirada, veía al niño desvanecerse una vez más, junto al globo que Diana tanto amaba y extrañaba. Pero no se daría por vencida.

Como si se tratase de su último esfuerzo por preservar su propia existencia, Diana emprendió una nueva carrera hacia el niño y su globo morado, esta vez sí podía verlo más de cerca. El niño se detuvo y, al verla, empezó a huir con el tesoro - "!No, espérame!" - gritó Diana, pero el niño no dejaba de correr. De pronto desapareció de su vista, pero en su lugar apareció una cabaña solitaria; sí, sin darse cuenta, Diana se había alejado de todo y de todos, y estaba justo ahí, sola, frente a aquella cabaña - "Es su casa" - pensó, y se acercó para tocar la puerta.

No parecía haber nadie en aquel lugar. La cabaña estaba visiblemente descuidada, su fachada cubierta por telas de araña y musgo por todos lados. Aún así, Diana, sabiendo que era su única chance de recuperar su anhelado globo, comenzó a tocar la puerta, primero débil y luego cada vez más fuerte, hasta que la puerta se abrió, dando lugar a algo que la niña jamás olvidaría.

Entró a la cabaña y los vio, un sinfín de globos, de todos los tamaños y colores, pegados al techo del recinto. Eran tantos que casi podían tocar el suelo. Era prácticamente un cabaña llena de globos, un paraíso para la imaginativa mente de Diana, quien empezó a llorar, pero esta vez de emoción y júbilo. De inmediato empezó a pensar en acomodar por algún rincón su cama y vivir en aquella cabaña, atiborrada de tesoros, para siempre, pero nuevamente sucedió algo extraño. Empezó uno. Luego el segundo, el tercero y seguidamente todos los demás. Casi al unísono, todos los globos se iban reventando como si alguien los estuviera pinchando con una aguja. Diana no lo podía creer, pero ninguna palabra salió de su boca en ese instante. Finalmente, quedó un globo, era el suyo, era aquel globo morado, oscuro y con forma de dinosaurio bebé, que había perdido dos días antes. Lo había encontrado y la alegría había vuelto a su mirada, pero duró poco, el globo, el tesoro, también reventó, sin dejar rastro alguno. Diana intentó aclarar sus ojos con sus pequeñas manos, para ver si despertaba de un sueño, o si lo que estaba viviendo era una realidad.

Al regresar la mirada, una anciana de vestido gris estaba frente a ella, sentada sobre un sillón que hacía unos minutos no existía, y tomando un café que hacía unos segundos no emanaba olor alguno. Al lado izquierdo de la anciana, sobre una mesa, había un cuadro con el rostro de un niño y, junto a aquel cuadro, otro cuadro con la imagen de un bote pesquero, con unas fechas conmemorativas. Inmediatamente, Diana preguntó - "Señora, ¿quién es usted?" - La anciana sonrió amablemente y le contestó - "Hijita, esta es mi casa, ¿quién eres tú?"

- "Buscaba mi globo, señora, estaba aquí pero se reventó, junto con todos los demás globos, ¡eran miles!, ¿todos eran suyos?, ¿por qué los reventó?"
- "¿Globos?, ¡ah, sí!, no fui yo, hijita" - dijo la anciana, siempre sonriendo amablemente, mirando al techo - "seguramente fue él"
- "¿Él?, ¿quién?"

La anciana sonrió aún con más amabilidad, cerró los ojos y luego los abrió para mirar fijamente a Diana, entonces le dijo: "No puedo decirte quién es, pero sí puedo decirte otra cosa" - "¿Qué cosa?", preguntó la niña - "Hay personas que se van y no regresan, se quedan en un sólo lugar, dime, si tú te fueras a algún lugar para no regresar, ¿a dónde te irías?" - Diana pensó la respuesta por unos segundos, y luego dijo con firmeza - "Elegiría vivir para siempre en su cabaña llena de globos, señora" - La anciana tomó la respuesta de la niña con mucho placer, y empezó a reírse mientras una lágrima rodaba por su mejilla - "¡Eso era justo lo que quería escuchar!" - "¿Y eso a qué viene, señora?" - preguntó Diana. La anciana tomó el último sorbo de su aromático café y finalmente dijo:

"Todos los niños van al cielo, pero no olvides, hijita, que todos los globos van al mar. Estoy segura que nos volveremos a ver aquí mismo, en mi cabaña, algún día, cuando podamos tomar este mismo café".

Entonces Diana comenzó a verlo todo borroso, la imagen de la anciana se confundía con el resto de las cosas que veía, el sillón, el café, los cuadros, todo, finalmente se desmayó. Al despertar, estaba recostada en su cama, junto a sus padres; ellos la habían buscado por toda la playa, pero no la encontraron sino hasta escuchar los desesperados y lejanos gritos de un niño que decía: "¡Acá está!, ¡acá está!, ¡la niña del globo, acá está!" - La policía y los desesperados padres corrieron hacia el lugar de donde provenían los gritos, pero sólo encontraron a Diana, tirada en la orilla, sujetando fuertemente una pita atada a un globo morado, oscuro y con forma de dinosaurio bebé, que había partido hacia destino incierto, pero que había vuelto a su dueña.

Nunca supieron quién era aquel niño de los gritos.


Para mi gran amiga, Giuliana,
y para la niña desconocida que, al perder su globo esa tarde, inspiró este cuento.