martes, 27 de mayo de 2014

Esperando al que faltaba

I

Los romances más memorables de la historia no se construyen de forma natural, se perpetran. Sí, se perpetran como crímenes enfurecidos, plagados de sentimientos, resentimientos y furias. De temores empapados de lágrimas y sudores impúdicos. Se erigen sobre la vergüenza y la crítica comunal. Se hacen fuertes con los asaltos racionales, se embuten con pasión y desenfreno, y se caen únicamente por decisiones individuales devenidas de las más catastróficas consecuencias. Los romances más memorables de la historia, ergo, se inmortalizan por su escándalo, y por esas ansias –o capacidad– de convertir abundantes habladurías en experiencias inenarrables.

Un encuentro común de dos personas en una oficina puede ser un simple comienzo. Un aro en el dedo de una, deseo extremo por el lado del otro. Él, que recién llegó a ese empleo, pregunta si es casada sabiendo de antemano la respuesta. “Sí”, le revelan. Agacha la cabeza y en breves segundos pretende hacer como si nada lo hubiese atormentado. Se nota que miente, pues la mirada lo delata. La mirada del lamento. De la mala suerte. De la puta mala suerte. ¡Por qué esa mujer tan deseable y exquisita tenía que estar atada a otro hombre!, ¿no me pudo esperar un poco? ¡Sólo un poco!, exclama hacia sí mismo. La soledad ataca de forma desproporcionada. Él lo sabe y aprende a convivir con ese estigma. Pasa sus días contemplándola andar por la oficina. Que la impresora. Que los archivos. Que las bases de datos. Ella nota de inmediato cuando un hombre la desea, pues es una mujer madura y completamente realizada. Cree, además, que el matrimonio es constancia de ello. Y deja sentir lo que ella cree con genuina convicción. Lo esparce por el aire y tal seguridad llega a todos con sola respiración.

Él se pregunta si debe hacer algo. Hay mujeres solteras que no le interesan, que no valen la menor reflexión. Él no sabe si ese matrimonio va bien o va mal. Puede que tenga oportunidad con ella, piensa. Entonces, cual látigo inclemente sobre su espalda, recuerda sus principios. Mujer casada es mujer inalcanzable, quiere creer. Curiosamente, eso le atrae aún más. Romper sus manuales, sus miedos, el aro, las barreras, y un matrimonio en el paquete. Luego trata de olvidarla, de ignorarla, pero es inútil. Con sólo verla caminar sus hormonas danzan ansiosas e imparables por toda su carne. Muchas veces terminó en el claustro de un lavado en busca de un escape a sus instintos. Y ella, ella lo sabe bien. Desborda sensualidad cuando lo mira con extraña mezcla de compasión y vanidad. Se gana sus primeras críticas. No debería provocarlo si ostenta un matrimonio feliz, se dice. Es mala, comentan. Él se ilusiona con la sola idea de caer en una supuesta trampa. Quiere ser víctima de su propio descontrol, pues deduce que es el único camino al nirvana.

Una tarde de marzo se arma de valor y le envía un correo electrónico invitándola a salir. Tarda ella en responder el correo combinando crueldad y seriedad. Porque, ¿cómo podría una mujer aceptar salir con un hombre que no fuera su amado esposo? Muchos se lo habían propuesto antes y sólo obtuvieron indolencia o brutales negativas. Con él era distinto. Tenía algo especial, creía. O quizás había detectado a sola vista que la deseaba como ningún otro lo había hecho jamás. Acepta jugarle una partida al peligro. Horas después responde el correo. Acepta la cita. Quedan a las ocho de la noche en el mercado cercano. La idea era tomar un jugo y comer un sándwich. Algo aparentemente inofensivo. No obstante, tuvo que mentirle a su esposo por primera vez en todo su matrimonio, diciéndole que iría a cenar con sus compañeras del trabajo, algo que solía hacer, la verdad. Su esposo le cree, como siempre, y la deja tranquila.

Él la espera ansioso. Había llegado veinte minutos antes, y ella tardó veinte minutos después de la hora pactada. Se saludan, eligen una mesa y se sientan a conversar. Él estaba nervioso y no seleccionaba sus palabras con el criterio acostumbrado. Ella se convence más que nunca de que él mataría por acercarse tan solo un metro, uno más. Le atrae esa idea, y luego le atrae él. Comen y él la mira degustar deseando ser su comida aunque esto le costara la vida. Ella intenta huir luego. Lo hace diciendo que ya debe irse. Él lo entiende, o trata de entenderlo. La ve marcharse en un taxi luego de un tibio beso en la mejilla, mientras imagina que su esposo la esperaba en casa con locas ganas de hacerle el amor, y que se lo haría con esmero para que así se olvidase de posibles pretendientes. Como cada noche. Pues ella es hermosa hasta las nubes, y él un hombre con muchísima suerte.

"Nadie debía enterarse de esa salida inocente".
Nadie debía enterarse de esa salida inocente. Aunque en la oficina las historias se cocinan diariamente y con ingredientes vanos, morbosos. Pero no, ella es una mujer decente. Lleva varios años en la oficina y varios años más de casada. Nunca la relacionan con algún escándalo. Imagen pulcra y bien cimentada. ¿Sería el momento de caer en ello?, todos tenían una cana caída. ¿Pecaría? Él la atrae y cada vez con más fuerza. Las miradas que intercambian por poco los delatan frente al vulgo. La vuelve a invitar a salir, esta vez a tomar unos tragos. Ella rechaza la invitación dejándolo mal parado. No quería arriesgarse a más. Ve que hay un camino largo que seguir con él. Un pasaje atiborrado de púas e injurias. Mejor no desviarse. Le debía lealtad al hombre con el que se casó y que no le falló jamás. Él le vuelve a reclamar a sus dioses. No hay cosa que lo haga sentirse mejor, ni siquiera eso. Y rendirse era la única opción que tenía entre manos.

II

Cierto día de esos extraños se encuentran de casualidad en una reunión nocturna de sábado. Ambos tienen un amigo en común, el dueño del recinto y organizador del evento. Ella había ido sola a la fiesta, pues su esposo estaba cansado de tanto trabajar y decidió quedarse. Él había ido sin tan siquiera imaginar que aquella noche podría pintarse de los colores de sus deseos. Se saludan desde lejos con una sonrisa y movimientos de cejas. Luego trata de ignorarlo cuanto pueda. Mira ansiosamente el reloj para llegar al punto exacto en el que podrá despedirse de su amigo anfitrión sin que este sintiera desaire alguno, y a la vez huir de sus ganas de pecar. El reloj pasa lento. La música suena fuerte, y los tragos, potencias benditas, entran con desmesurada frecuencia. Finalmente se acerca a ella. “¿Bailamos?”. Piensa en hacer lo típico, decirle que está muy cansada y que por ahora no, gracias. En esos segundos que tarda en elaborar su respuesta, él le toma la mano izquierda con delicadeza. Por inercia las piernas de ella se estiran, levantándose y dejando ver la plenitud de su hermoso cuerpo. Él la contempla en silencio pero esbozando una sonrisa repleta de admiración. Van hacia la pista y empiezan a danzar. Ella pone su mano derecha sobre su hombro izquierdo, y él, también con la derecha, toma por asalto su cintura haciendo que ella se acerque unos cuantos centímetros. Se pone tensa y trata de mantener la distancia. Él nota la tensión. “¿Estás bien?”, le pregunta con tono inocente. “Sí, no es nada”. “Bailas muy bonito”, la halaga. “No es nada”, responde entre risas.

Ha llegado la tan esperada hora de partir. Contradictorio lío, en realidad no quiere irse, pero sabe que era lo mejor para todos. “Sé que no vives muy lejos, ¿te puedo acompañar?”. “No te preocupes, ya llamé un taxi”. “Digo, no creo que a tu esposo le guste la idea de que regreses sola a casa”. “Gracias, de verdad, por la preocupación. Pero es un taxista de confianza, amigo de la familia, todo estará bien”. “Al menos déjame acompañarte hasta el taxi, ¿sí?”. “Ya, de acuerdo”. Salen juntos hacia la calle. Él también se había despedido del amigo en común. La fiesta se le terminaba sin ella, ya no habría razón para estar ahí. Una vez fuera, el taxi no tarda en arribar. Caminan unos metros acercándose al auto. “Solía dejar que mis amigas se fueran solas en taxis, hasta que a una de ellas la asaltaron. Le quitaron todo”. “¡Qué horrible!, ¡así está Lima!”. “Por suerte no pasó a mayores”. “Sí, qué suerte. Dentro de todo, digo”. “Perdona, es un trauma que aún no supero; permíteme acompañarte”. “No,  en serio, no te preocupes. Es un taxista de confianza”. “Está bien. Cuídate”. Sube al auto mientras saluda al taxista. Una vez dentro, abre la ventana de al lado. “¿En verdad soy tu amiga?”. “¿Qué?”, preguntó sorprendido. “Nada, olvídalo. Nos vemos en la oficina”. El taxi se marcha. Él queda pensativo.

III

Ese lunes en la oficina ya no fue el mismo. Apenas se sentó en su puesto, le envía un correo electrónico: “no, no eres mi amiga. Y tampoco quiero que lo seas. Entiende esto de la mejor manera posible, por favor”. Ella responde minutos más tarde: “explícame para entenderte, porque nadie me había dicho esto jamás”. “No quiero que seas mi amiga. A mis amigas no las amo. No como un hombre a una mujer”. Esta vez no obtiene respuesta inmediata y el arrepentimiento ronda su mente. ¿Debió ser tan directo?, ¿debió arriesgarse así?, ¿qué pasaría?, ¿y si no respondía y hacía como que eso no pasó?, ¿debía tomar la misma postura fresca?, no, ella no era así. Ella respondería. De algún modo lo haría, sea por correo electrónico, o sea mediante una de sus bellas sonrisas. La espera termina: “creo que tenemos que hablar. Te espero en el mercado a las ocho en punto. No tardes”. Se encuentran en el lugar pactado. Él quiere pedirle un jugo o algo más para comer, ella se lo niega de inmediato diciendo que esto sería rápido. “No quiero que te confundas. Soy una mujer casada. Felizmente casada. Así que, por favor, ya no sigas con esto”. Toma aire antes de decir sus próximas palabras. Sabe que de ello depende el futuro de su relación. “Suficiente premio para mí es, aunque sea, el haberte hecho pensar en romper tus votos. Porque, ¿bajo qué otra circunstancia te habrías tomado la molestia de citarme aquí y ahora?, de haber sido un pretendiente más me habrías hecho entender con tu sola indiferencia. A mí no. A mí me citaste para decirme esto. Y eso me halaga. Me hace feliz”. “Ya no sigas, te lo pido. Todo lo que pudimos haber pensado o sentido quedará enterrado aquí mismo, ¿entiendes?; ¿me entiendes?”. “Sí, claro que sí”. “Gracias”, le dijo suspirando de tranquilidad. “Te dije que te he entendido. No que te haré caso”.

"[...] ¿Se puede amar a dos hombres a la vez?, se pregunta mientras gime impenitente".
No hicieron falta más palabras. Él toma una de sus manos, nuevamente con delicadeza –justo como la noche del sábado–, y besa apasionadamente sus dedos y palma. Su rostro evoca angustia y excitación. Le gusta lo que él hace en su mano, mientras va sintiendo cómo lentamente se humedece su intimidad. Él levanta la visión para ser testigo de ese gesto y calentarse aún más. El mercado ya no existe más, ni los jugos, ni nada. La gente se esfumó de pronto. Son sólo ellos dos. El momento. La desesperación por ya sea acabar con esto rápido, o pararlo intempestivamente y que nunca más suceda. Dos fuerzas diáfanas que se enfrentan en feroz lucha. Una de ellas es más fuerte que la otra. ¿Cuál de ellas se sobrepondría?, lo supieron cuando él usó la mano de ella como cadena, y tiró de esta hasta quedar rostro a rostro. El beso es inminente, y dura lo que dura el infinito de lo efímero. Nada detiene su paso hasta un hotel cercano. Ni siquiera se aseguran de que nadie los viera. Hacen el amor varias horas teniendo como aliados a dos teléfonos móviles apagados. Él disfruta de cada milímetro, cada poro húmedo, cada viento sonoro. Ella prueba el pecado, al fin, en su más alta pureza. Queda encantada. ¿Se puede amar a dos hombres a la vez?, se pregunta mientras gime impenitente. El primer orgasmo con su amante le da la respuesta que esperaba. La noche se iba acabando, aunque apenas caía la madrugada. Ella debía volver a casa. Entre decirle que esto debía quedar tras las paredes del hotel y el aferrarse a sus brazos constantemente, partió ella. Entre el temblor de sus piernas aún entumecidas de tanto éxtasis, y el orgulloso sentimiento de al fin poder amar con fiereza a la mujer más anhelada y prohibida que conoció en su vida, partió él.

Él y ella fueron amantes casquivanos durante meses. En un principio se cuidaban de los ojos murmuradores. Luego ya no tanto. Se dejan ver por las instalaciones de su centro de labores compartiendo amenos minutos de café y conversación. A menudo él le acomoda el mechón de cabello que le suele cubrir parte del rostro. Lo regresa por detrás de su oreja. Ella adora tal movimiento y trata de gestionarlo cada vez que puede, dejándose tocar por él, imaginando que esos palpes eran permitidos y no simplemente espasmos de crueles juzgamientos populares. Él, por su parte, había asumido su papel por completo. El esposo era otro hombre. Él era a lo mucho un ave de paso. Un rayo entre toda la tormenta, un fulgor que debía aprovechar su máximo momento de esplendor y poder. Aunque la sola idea de una irremediable despedida le hace viajar por largos períodos a las profundidades de su gazapo. Eran las reglas del juego y ambos las tenían claras.

IV

Cuando él se enteró de que estaba embarazada, no dudó ni por un segundo que aquel pequeño ser que ella albergaba en su vientre era también suyo. La posibilidad de que haya sido su esposo el procreador le resultaba disparatada; no, nula. Su concepción, asegura él –tratando de calcular de forma somera–, se dio justo durante en un breve tiempo de separación entre los esposos. Por lo que, está más que seguro, el bebé es suyo. Ella aún no se recupera del golpe. Dar cuenta de que espera un pequeño teniendo a dos posibles procreadores le resulta una catástrofe moral. ¿En qué me he convertido?, piensa. ¡Y tanto que critiqué estos casos durante toda mi vida!, se flagela. Él trata de hacerle pasar el temor  con su desbordante alegría. “¡Tendremos un niño, mi amor, un hermoso niño, ya lo verás!”. No la contagia. Ella guarda cauto silencio. “Se lo tendrás que decir”. El silencio sigue siendo su única respuesta en aquel centro médico lejano. “Debo irme”, irrumpió finalmente. “¿A dónde?”. “A casa. Necesito un tiempo”. “¿Tiempo?, ¿para qué?; ¡ya sé!, pensarás qué le vas a decir, ¿cierto?”. “Sí, eso haré”. Luego de un beso corto se separan. Otra vez el taxi esperando afuera, y se marcha.

Él se impacienta. Espera una llamada, un mensaje de texto, o algo que le dé la buena noticia: “Mi amor, ya está, él lo sabe. Ahora seremos libres”. La señal no llega, sólo llegaba la desesperación. Entonces intenta llamarla. Su móvil está apagado. ¿Ir hasta su casa?, ni siquiera sabía con exactitud dónde vivía. Podía averiguarlo, con amigas o amigos en común, quizás, pero sería muy evidente y delator, además de riesgoso en caso su esposo lo recibiera en su lugar. Tampoco quería perturbarla más de lo que ya estaba. Decide calmarse ocupándose en otras cosas. Le gusta mucho escribir. Empezó a escribir sobre ella. Sobre cómo la conoció. Sobre las cosas que pasaron para que pudieran dar inicio a su furtivo romance. De todo lo que sacrificaron para estar juntos. Y, por supuesto, del fruto de aquel desenfreno. Fruto inocente que se formaba en los interiores de su amada. Así, se queda dormido sobre el computador queriendo soñar con la realización tangible de su relato. Al despertar, al día siguiente, mira su teléfono. Sólo una llamada perdida, la de un compañero de trabajo, el único en quien confiaba, a quien le había contado todos sus secretos con ella. No tarda mucho en devolverle la llamada. “Amigo, se acabó. Está embarazada. De su esposo”. “No, no, no, hermano, es mío, el bebé es mío. En este momento ella se lo está contando y dentro de poco quedará libre para venirse conmigo, ¿entiendes?”. “No, amigo, tú no entiendes”. “¿Qué?”. “Revisa la red social, estaré aquí”. Colgó, y así lo hizo, encontrándose con dos hechos espeluznantes. El primero, ella lo había eliminado de su lista de amigos, por lo que él no podía comentar ninguna publicación suya. Y el segundo, que había hecho pública una foto en la que aparecía ella, con sonrisa radiante, junto a su esposo, muy feliz también, rodeándole el vientre con las manos desde atrás. La publicación se titulaba: “esperando al que faltaba, ¡te amamos desde ya!”, y tenía cientos de comentarios de amigos, compañeros de trabajo y conocidos, todos expresando buenos deseos para la feliz pareja. Aguanta ver la foto unos cuantos minutos, hasta que cierra la página y apaga el computador. Luego se saca la camisa y seca sus lágrimas con ella. Hacía mucho calor después de todo.

"[...] allí, donde los recuerdos pesen más que los anhelos, permitiéndole respirar".
V

Un nuevo lunes en la oficina. En el sitio de ella decenas de arreglos florales y otros presentes adornan su sabia ausencia. Él renuncia al empleo ese mismo día, entre murmuraciones y refunfuños. Su jefe no le exige que se quede más tiempo, cómo podría. En realidad, casi nadie se lo pide. Sólo una compañera suya intenta detenerlo poco antes de cruzar la puerta. “No te vayas. Te olvidarás de esto, lo prometo”. Él premió su intento con un sonriente beso en la mejilla, ante la atenta mirada de todos. Luego los miró uno a uno con un poco de resignación, algo de desafío y mucho de tristeza. Antes de que las lágrimas le ganen la partida, sale veloz de la oficina rumbo al destino más lejano que encontrara. Allí, donde nadie lo viera despedazarse entre lamentos y sollozos; allí, donde los recuerdos pesen más que los anhelos, permitiéndole respirar.