Rompe filas, redobla, inicia un camino, retrocede un poco y mira alrededor. Se da cuenta de que tiene detrás una inmensa polvareda, asesina, acogedora. Toma sus cosas y sigue caminando, o al menos eso intenta. Recoge los últimos despojos de otros que alguna vez siguieron ese infausto sendero. Sueña con su destino con los ojos medianamente abiertos. Oprime sus propios puños, lucha contra la desesperanza, regula sus latidos y continúa. La niebla ahora viene por los lados, sabe que debe darse prisa, es lo que debe hacer un soldado, siempre ir hacia adelante y sin titubeos. Descubre la debilidad de sus piernas, suelta sus cosas, y las toca, aún sabiendo que pierde sagrado tiempo. Piensa que están fuertes y vitales a pesar de que lleva toda su vida caminando y a pesar de que lo evidente dice que apenas puede mantenerse en pie. Corroe sus presentimientos con una sonrisa liviana y frágil, envuelve sus deseos con su capucha helada y emprende nuevamente el viaje. Escucha las voces de sus dioses, suplicando su apuro, él no hace caso, disfruta la herejía y sigue con tesón, a paso firme, lento e inseguro. Las cosas pesan cada vez más. La polvareda se hace cada vez más densa. Siente el ahogo de sus penurias y consecuencias de sus actos, y en un acto heroico absorbe de una todos esos males provistos de enseñanzas y maldiciones. Contiene el aliento, pasa el aire, sopla y ya se encuentra dentro de sus temores. No deja de sonreír a pesar de que el destino parece ir cambiando, ya no son sueños, se convierten en pesadillas, en lobos aullando, devorando todo a su paso, mientras la única luz que lo ilumina sigue rogándole lentitud y mientras los dioses, furiosos, planean en un bar el destierro del soldado y el posterior homenaje a su insana humanidad.
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