Erase una vez la desesperación en su rostro y la épica fascinación por meterse en líos. Sus manos frías empuñando su apreciada arma luminosa. Su corazón latiendo a muchas revoluciones por no sé cuántos minutos o segundos; sus lágrimas que salían como risas nerviosas ante el inminente enfrentamiento con lo imposible. Y entonces las claras mañanas digitales se hacían tardes reales. De frío y llovizna. No había quién convenciera a su alma de que debía regresar a la dimensión anterior, excepto su gran amor, aquel espectro conquistador y oscuro que se hiciera dueño de sus sienes. Cuando su amor aparecía, lo lúgubre se volvía primaveral, colorido, manso y acogedor; nuevamente sentía en sus manos el calor de su arma luminosa. Su boca volvía a sonreír mostrando sus dientes amarillos de tanto fumar, pero la desesperación en su rostro seguía intacta. Como intacta su épica fascinación por meterse en líos, ¡ay, tan idiota!, pudiendo cosechar otros amores con la misma actitud desfachatada, pudiendo olvidarse de las guerras, insiste en cargar su arma luminosa, emitir sonidos raros con ella, abrazarla en sus sueños y seguir luchando hasta verter la última de sus mentirosas lágrimas.
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