miércoles, 2 de octubre de 2013

Buena suerte

-    ¿Por qué?
-    ¿«Por qué»?, ¿qué?
-    ¿Por qué me elegiste a mí?
-    No lo sé, supongo que porque me gustaste… Qué pregunta más absurda.
-    No lo es. No entiendo por qué me elegiste. Tenías muchos pretendientes.
-    Claro…
-    En serio…
-    Sí.
-    Entonces, ¿por qué?

Siempre creí en la suerte, pero sobre todo en la mala. Me había ido pésimo en cada idea que emprendí continuamente con timidez, miedo y mi clásica valija llena de traumas y complejos, como no podía ser de otra forma. Por ello, no podía concebir que al fin algo de buena fortuna llegara a mi vida de una manera tan injusta e inquietante. Y más aún si se trataba de una mujer. Si había algo con lo que me iba especialmente mal, eso era con las mujeres.

-    ¿Siempre que terminas de hacer el amor te pones en ese plan?
-    No, o sea, la verdad no he hecho tantas veces el amor como para llegar a esa conjetura.
-    ¿Con cuántas mujeres te has acostado en toda tu vida?
-    ¿Aparte de mi madre?
-    ¿Te has tirado a tu madre?
-    No, pero me he acostado con ella muchas veces. Ya sabes, de pequeño.
-    Idiota, sabes a lo que me refiero…
-    Lo siento, sí, soy idiota.
-    ¿Me lo vas a decir o no?

¿Por qué quería ella saber con cuántas me acosté?, ¿acaso quería burlarse?, ¿excitarse?, ¿causarse un poco de ternura o compasión hacia mí?, ¿concluir que en definitiva era un fracasado en el sexo por no haber llegado al promedio de mujeres que un hombre llega a poseer a mi edad? No pude evitar dar una respuesta y preferí ser sincero. Una vez más, opté por el craso error de la honestidad.

-    Estuve con dos, sin contarte.
-    Tienes treinta y ocho años, es un número corto pero no está mal.
-    ¿«No está mal»?, ¿es todo lo que puedes decir?
-    ¿Qué más quieres que diga?
-    No sé, cuando menos búrlate un poco. Créeme, eso me haría sentir mejor que el hecho de que me digas «no está mal».
-    No sé qué esperas de mí, pero nunca me burlaría de algo como esto.
-    Perdona, ¿te puedo besar un poco más?

Besarla era siempre una experiencia única y que me llevaba irremediablemente al vicio. Lo mejor es que ella parecía disfrutar mucho de mis besos, lo cual me extrañaba y a la vez me excitaba sobremanera. Era como volverme loco dentro de mi consciente, o sea, poder controlar mi locura, sin que deje de ser locura. Porque cuando sabía que la asfixiaba de tanto lamerla dejaba de hacerlo y la veía volteando la vista hacia mis ojos, ¡cómo amaba ese momento!, ¡era glorioso! Hasta que se lo dije y dejó de hacerlo, creo que por vergüenza. No le gustaba que la llenara de halagos pero es que, ¿acaso podía hacer otra cosa?, quería que se quedara conmigo para siempre y desde que tengo uso de razón sé que la gente se queda donde la tratan mejor. Aunque, admito, una vez me dijeron que era ingenuo por creer eso y aún lo sigo analizando.

-    Desde que empezamos con esto me has tratado muy bien. Eres atento y cariñoso conmigo. Si has estado con pocas mujeres eso debe ser íntegramente por tu timidez. No le encuentro otra explicación al asunto.
-    No lo sé, prefiero no hablar de eso, si no te molesta…
-    Sí me molesta. Me importas, y me gustaría que te olvides de tus miedos conmigo.
-    ¿Cómo?
-    No tengo idea de lo que habrás vivido antes, pero conmigo va a ser diferente. Ya lo verás.
-    Ya es diferente.
-    ¿Lo crees?
-    Con toda convicción.
-    Quizás la vida te haya estado reservando sólo para mí.
-    Eso suena demasiado romántico.
-    Tú eres romántico. Ahora seré yo la que te pida besarte un poco, ¿puedo?

Y cuando ella me besaba debía ser un instante fabuloso, pero no lo era. Se notaba que lo hacía con cariño y pasión, pero yo sentía no merecer tal dicha, y eso hacía que, en lugar de intentar disfrutar del momento, pensara inevitablemente en las hipotéticas maneras en cómo la vida me cobraría ese placer. ¿Desempleo?, ¿miseria?, quizás; algún accidente o enfermedad. De repente un familiar fallecería pronto. O tal vez ocurriese una tragedia, una caída, puede que se incendiara mi apartamento o cosas por el estilo. De algún modo la vida me tenía que cobrar este placer, pensaba, y que era sólo cuestión de tiempo para que eso sucediera. Y entonces ella acababa de besarme y yo seguía pensando en mis posibles desgracias; hasta que me avisara con su mirada que ya había concluido su siempre heroica proeza de recorrer mis deformes ángulos con sus deliciosos y valientes labios. Y si no hacía caso, se montaba en mí aprovechando que mi cuerpo se excitaba por sí solo sin hacer caso de mi mente.

-    Me encantaría pensar que esto será para siempre.
-    Eso depende de nosotros, ¿no crees?
-    No, nada es para siempre. Tarde o temprano, todo se termina. Y eso me jode.
-    A mí me jode que seas tan negativo.
-    ¿«Negativo»?
-    Sí.
-    No es la primera vez que me dicen eso…
-    Debe ser.
-    Mejor salgamos ya, tengo ganas de dar un paseo.
-    ¿Dónde?
-    Donde sea.
-    Bueno, está bien. Me visto y salimos.

Ir por la calle era, naturalmente, un fastidio para mí. Además de mi execrable aspecto físico mostrado en público y el esfuerzo mental que ello significaba ante algunas miradas morbosas y extrañadas, tenía que lidiar con tener de la mano a una bellísima mujer al que todo hombre apreciaba, muchas veces con excesiva soltura. Esto me enervaba, y ella lo notaba pues le apretaba más fuerte la mano cada vez que sucedía. Entonces me miraba con ternura y me decía al oído  «déjalos que miren, eres tú el que me tiene», y me daba un beso en la mejilla. Yo le sonreía como aceptando esas palabras como las disculpas que no me podían ofrecer aquellos hombres maleducados, pero la verdad hubiese preferido siempre me besara la boca. Nunca me la besó en público.

-    ¿Estás bien?
-    Sí, ¿por qué?
-    Porque no has mencionado una palabra en casi media hora.
-    ¿Será porque estamos cenando?
-    No te hagas…
-    ¿No hablar es malo para ti?
-    En este caso sí.
-    No entiendo por qué. Mira, mientras hablamos se nos enfría el pollo y las papas.
-    Basta.
-    ¿Qué te pasa?
-    Dime qué tienes.
-    No tengo nada, carajo.
-    ¿Sabes qué?, jódete. Me voy.
-    ¿A dónde?
-    Qué te importa…

Usualmente discutíamos por lo mismo. La culpa era mía, desde luego. Era demasiado cobarde como para decirle lo que realmente sentía. Y lo que sentía es que yo era muy poco para ella. Tenía un miedo constante de que en cualquier momento lo notara y me dejara por alguien más a su nivel. Iría a ser lo más justo, claro, una mujer bella y valiosa debía estar con un hombre bello y valioso. Y yo no cumplía con ese perfil. Entonces la dejaba ir. Y luego era sólo cuestión de tiempo para recibir su llamada desesperada desde algún punto de la ciudad. Lloraba y me pedía por favor que la recogiera, porque tenía mucho frío, calor o cualquier otra cosa, según el caso. Yo iba y me acercaba. Nuevamente las miradas extrañadas de los curiosos - ¡Cómo puede ser esto!, ella tan bella y con ese monstruo – Al diablo con ellos. Ella corría a mis brazos y me pedía perdón. Hasta ahora no entiendo de qué se disculpaba. Quizás debía disculparse con ella misma, por no darse cuenta de que conmigo perdía su tiempo, parte de su vida, en lugar de ser realmente feliz con quien la mereciera. Pero ese día, doctor, fue diferente.

***

-    Entiendo que no lo llamó.
-    No, ya no.
-    ¿Qué hizo entonces?
-    Nada. Sólo seguí esperando.
-    ¿Cuánto tiempo?
-    Tres días.
-    Y entonces se enteró de la noticia.
-    Así fue.
-    ¿Qué fue lo primero que pensó?
-    Que era una mala broma. Ella a veces me hacía bromas muy pesadas.
-    ¿Cómo supo luego que no era una broma?
-    Cuando hablé con su madre. Su madre no mentía.
-    ¿Cómo es que confiaba tanto en su madre?
-    Era la única que me decía la verdad.
-    ¿Qué verdad?
-    Que soy un esperpento y que su hija no me merecía.
-    Ya veo, ¿lo culpó por su suicidio?
-    No.
-   Entiendo. Lo noto cansado, señor Pajuelo, creo que por hoy hemos terminado la sesión.
-    Gracias, doctor. Lo llamo en los próximos días para coordinar la siguiente. Muchas gracias, de verdad.

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