lunes, 30 de septiembre de 2013

Introducción a 'Ridículos'

Decía Fito Páez, en una entrevista, allá (sí, «allá», porque ahora los noventa se ven tan lejanos) por los años noventa: «(...) no sé por qué pero todas las canciones que pretenden ser de amor suelen hablar de desamor»; ahora transcribo a Andrés Calamaro, extrayendo esto de una muy popularizada canción: «no sé por qué escuchamos canciones de amor, si suenan mal y nunca tienen razón». Y vaya que tanto Fito como Andrés tenían razón.

Aunque sea difícil definir al amor, sí, aún después de pensar que lo sentí y que, por ratos, pienso que aún somos viejos enemigos (desconocidos). Es difícil darle un concepto, aunque ya algunos sabios han dado muchos. Con el que siempre me quedaré, o al menos pienso que es el que está menos lejos, es con aquel que dice: «amar es encontrar tu felicidad en la felicidad de otra persona». Me quedo con ese concepto porque pienso que se amolda perfectamente al amor familiar, quizás la muestra más clara de un sentimiento verdadero y similar al que todos buscamos sobre el amor en líneas generales (para qué engañarnos, al decir «amor» pensamos primero en una pareja sentimental). Pero yo, al menos por ahora, creo en algo distinto. Y prepárese, estimado lector, porque las siguientes líneas podrían parecerle absurdas, insustentadas y dotadas de grandes cucharadas de despecho.

'Ridículos' nace tras este nuevo concepto: «amar es, en vista de resultados finales, hacer el ridículo». Sí, eso pienso ahora. El amor es un ridículo constante. Una mezcla de actitudes que pueden ir de lo más convencional o frío, hasta lo más infatuado y desequilibrado. Todo esto en planos muy definidos:

El «antes»…

… el «durante»…

… y el «después».

Jugando con los conceptos

El amor no es un ejemplo, ni lo pretende ser. El amor no es sano, pero tampoco es enfermo. Puede curar como puede infectar. Y, si seguimos el concepto que mencioné, devenido de los sabios, el amor es hacer feliz a otra persona y encontrar en eso la felicidad, claro, pero, ¿qué hay si esa felicidad sólo puede seguir el camino de la convencionalidad?, ¿qué queda si para lograr esa felicidad, ergo amor, se deben romper gran parte de nuestros paradigmas, para dar paso a una insania?, finalmente, ¿qué hacer si el amor, en realidad, obedece a un equilibro, es decir, un punto medio que haga feliz a la pareja, aún a costa de nuestra propia comodidad?

¿Qué hay?, ¿qué queda?, ¿qué hacer?, las respuestas para las dos primeras preguntas me son muy sencillas: Hay actuación, dramatismo, una suerte de teatro de sacrificios; quedan las ganas, sólo eso, porque los resultados siempre serán inciertos;  ¿qué hacer?, he ahí la pregunta del millón.

Algunos dirán que no se debería de hacer nada, es decir, que el amor debería fluir de manera natural. Pamplinas. El amor no surge de manera natural, el amor, como casi todo en la vida, proviene de una estimulación que hasta ahora no comprendemos, lo cual es diferente a pensar que realmente nace de manera espontánea, natural, en otras palabras, «de la nada».

El amor se tiene que guiar, inducir. Puede crecer exponencialmente y ya no caber en tu vida; o puede quedarse a medio crecer, creando incertidumbre. Como puede simplemente no nacer jamás.

Resolver la pregunta del millón es, precisamente, a lo que NO apunta 'Ridículos'. Sino más bien todo lo contrario. Los ridículos narrados aquí, podrían terminar por hacerlo decidir no hacer nada, de ahora en adelante, por conseguir  pareja sentimental o tener éxito en el amor. Pues, si aún tiene dudas, quizás en este libro pueda encontrar la respuesta que no busca, de lo contrario, sólo intente pasárselo bien.

Después de haber leído tanta idiotez, lo invito a que le eche un vistazo a este conjunto de historias, al que titulé, sí, 'Ridículos'. Porque amar es hacer el ridículo, ridículos hermosos, inolvidables, desastrosos, ofensivos, infantiles, neuróticos, etc. Al fin y al cabo, ridículos necesarios. Ridículos humanos.

El autor.

Escrito en Lima, el 12 de octubre de 2012

domingo, 29 de septiembre de 2013

Gabriel y Tomás

Curiosidades sobre la obra

Llevamos ya casi un año en este proyecto y hasta ahora ninguno de los dos nos habíamos detenido a escribir sobre él. Bien, hablaré sólo por mí. 'Desvaríos premonitorios' es el nombre tentativo de la saga literaria en la que actualmente estoy trabajando junto al escritor madrileño, Malvado Dylan (es evidente que se trata de un seudónimo, no se burlen tanto). No contaré aquí cómo es que lo conocí o qué circunstancias llevaron a que ambos empecemos con esta locura (porque cuando lo lean, sabrán que lo es), sólo les diré un poco en qué consiste.

La creación de dos personajes llamados Gabriel Acosta y Tomás Guerrero es el inicio de todo. Gabriel es el remedo de Dylan. Podemos decir que es un extracto de su brillantez y características básicas como el ser antisocial y reflexivo que es. Tomás, en cambio, es mi simple caricatura. Un plano exageradísimo de Rubén Ravelo. La idea en un principio era divertirnos un poco imaginando situaciones jocosas y humorísticas que se pudieran dar en un futuro y que nos incluyan a ambos (¿debería contar en esta parte que Dylan y yo no nos conocemos personalmente?). Además, nos tomamos la libertad de introducir (sin previo consentimiento) a amigos en común y a otros de nuestros entornos individuales, caracterizándolos en personajes que intenten también ser atractivos y definidos, que a su vez enriquezcan las historias (y esto es porque Tomás y Gabriel ya son lo suficientemente protagonistas). Sin embargo, conforme fue pasando el tiempo, empezaron a salir relatos mucho más armados y, creo yo, serios a comparación de la idea inicial. Sin dejar, claro está, ese toque de sarcasmo que logró que Dylan y yo nos hiciéramos amigos hace ya algunos años a través de las redes sociales (carajo, ya lo conté).

La inclusión de nuevos personajes le va dando amplitud a la saga, esto ha permitido que varios relatos ni siquiera cuenten con la participación de los 'principales'. De este modo, ya hemos sobrepasado los cincuenta relatos de 'Desvaríos premonitorios'. La verdad, estamos bastante contentos con los resultados, y más contentos aún con lo que sigue surgiendo de la idea original.

Sin más preámbulos sobre el proyecto, les presento el primer relato de la saga. Aquí quiero hacer unas cuantas acotaciones: primero, la saga no obedece a factores temporales, lógicos y/o científicos. Es decir, no pretendan hacer de esto una novela de Tolkien, a no ser que utilicen como excusa nuestro parecido físico con los orcos. Segundo, si bien es cierto que hay una evidente base en la realidad, todos estos relatos han sido creados para la saga y por lo tanto son ficticios. No diremos que cualquier semejanza con hechos reales será «pura coincidencia», puesto que siempre es probable que algún día Dylan y yo acabemos muertos en algún asalto o varados en algún burdel de Cuba, por citar sólo dos ejemplos al azar. Y tercero, esto a manera de consejo, mejor no buscarle tres pies al gato y tratar de disfrutar, si acaso hubiera, de la riqueza narrativa de estos textos, casi todos ellos hechos con mucho esmero y cariño de parte de los que los creamos y escribimos (una cuarta acotación, ningún relato ha sido escrito por los dos al mismo tiempo, cada quien es responsable de su autoría, así que si no les gusta alguno, lo más probable es que sea de Dylan).

Bien, suficiente, aquí el primer relato, con esto comenzó el sueño (?). En un principio se tituló 'Dos escritores fracasados', luego 'Lima y los viejos', decidí titularlo, finalmente, 'Gabriel y Tomás' para que se entienda que este relato es sumamente especial. Además es uno de los más cortos que creé para la saga.

***

Gabriel y Tomás

Tomaban un café en la avenida Larco. Uno de ellos leía una revista mientras fumaba un cigarrillo, dejando que su taza se enfríe, odiaba el café caliente y cargado, pero siempre lo pedía así. El otro no hacía más que mirar a los alrededores, a menudo pasaba una chica linda y él lanzaba algún piropo rebuscado. Casi siempre obtenía el mismo resultado, que ellas voltearan y le dijeran «viejo verde y degenerado», aunque a veces estaban las que correspondían al piropo con una sonrisa diáfana. Él amaba cualquiera de estas reacciones y se lo solía comentar a su compañero, casi nunca recibía la respuesta que deseaba – La revista está interesante, hermano, hazme un favor y no jodas ahora – le decía. El viejo verde y degenerado sonreía apaciblemente, ya conocía a su eterno amigo. Alguna vez todo Madrid pensó que eran hermanos, luego lo pensó París, Londres creía que estaban locos. Ámsterdam apenas y se comió el cuento. Nueva York los explotó, Buenos Aires se reía de sus mentiras y Montevideo los ignoró; pero Lima, siempre tan bondadosa, los había acogido. Eran felices ahí, en los jirones del Centro y luego en los cafetines de Miraflores. Las revistas y los libros parecían no terminarse nunca, aunque siempre tenían titulares similares, fotos similares y contenidos similares. Los cigarrillos cada vez eran más, los cafés eran calientes, cargados y colombianos. Así, ellos cosechaban las siembras de antaño, de aquellas épocas en las que se conocieron y fueron jóvenes, cuando se enviaban correspondencias de un país a otro utilizando la internet – ¡Qué maravilla es la internet! – decía el más huraño. No había forma de que se separaran pues los había unido el fracaso, la desolación y la libertad de ser uno mismo, en medio del mundo de la obligación.

martes, 24 de septiembre de 2013

Última confesión

El último texto significa una aclaración póstuma, quizás, algo que merecían los últimos acontecimientos transcurridos en el andar de mi cerebro y en las revoluciones de mi ajado y desvergonzado corazón. Es una declaración de guerra perdida o una bandera blanca, un salvavidas en medio del Atlántico helado, un último suspiro que comparte la frustración y el deseo. El último texto tiene los adornos de un árbol de navidad no armado, sin regalos, porque estos no llegaron, tardaron mucho o tal vez nunca fueron enviados. Infiere una serie de suposiciones que pueden ser erróneas, bien guiadas por los traumas que voy arrastrando desde tiempos inmemoriales. Significa también un despojamiento de la presión que suelo ejercer sobre las personas que amo y, por supuesto, un despojamiento de la presión que he generado sobre mí mismo. Nadie tenía que sufrir por mis famosos arrebatos emocionales. Fui yo el que excedió el peso de la maleta, claro, creyendo que era lo suficientemente grande como para cargar quince años de fracasos sentimentales continuos y regulares. El último texto significa una liberación para las víctimas, principalmente, y luego para mí. Un acuerdo no firmado en el que consta que estoy dejando a su disposición este cúmulo de sensaciones que alguien habría despertado en mí con suma naturalidad. Y es que ese cúmulo, por más pesado que sea, termina siendo aquí la única parte cien por ciento inocente. El último texto significa un adiós preventivo, una forma de evitar odiar injustamente, como tantas veces hice antes. Pues una mujer extinta no merece ser odiada, merece ser amada y muy bien amada, espero, por un hombre también extinto que sepa mover las manecillas de su reloj y modificar con sutileza su siempre recargada agenda, en resumen, un hombre que la enamore y que no sólo logre ilusionarla para vanagloriarse de algo que en realidad no consiguió, como lo hice yo.

Viento

Viento...
que acaricias aquella piel que yo no puedo tocar
que transportas los olores que yo no puedo olfatear
Que destrabas los intentos que no puedo emprender

Viento...
La conoces, yo no
Y tras ello las emociones que nacen en mis entrañas
Te envidian como se envidia al dios de los montes rojos

Viento...
En esos montes tu naces, vas hacia ella
Sales, entras, vives en su interior, dejas que respire de ti
Sales, vuelves a entrar

Viento... llegas a mí.
¿Por qué llegas a mí?
¿Acaso para burlarte con elegancia de mis querellas con la diosa distancia?
¿Acaso para entregarme un retazo de magia, recogida de sus cabellos negros?

Viento, me dejo llevar
Llévame hasta ella, hacia esos ojos hermosos, hacia ese gesto de excitación imaginaria
Hacia esa caricia cálida que aún no he sentido sino en mis más húmedos sueños
Hacia esa fuente infinita de energía, de carne, de promesas y de ilusión.

Plenilunio

Sin miramientos ni razonamientos sobre las consecuencias de este deseo, apoyo mis brazos sobre una mesa flotante; me rindo ante la magia del momento - carpe diem - dirían, no me jodan, no quiero algo de momento, ya no, porque momentos he tenido muchos, ya no quiero momentos… el suave viento que sopla desde el norte deja un rastro de eternidad en mis fosas nasales, ¿me mentirán también los olores?, que ya no venga, que ya no me mire con esos ojos que me piden amor, cariño, pasión, mientras su boca me pide amistad, ¿a quién hacerle caso?, ¿o es que acaso cometo un error de apreciación?, que ya no me mire, que ya no me hable, no quiero hablarle más, quiero desligarme; ya estoy viejo para seguir rompiendo mi alma ya rota, ya es ella lo suficientemente fulgente como para combatir su propia soledad. Y cuando ella sea feliz, quizás yo también lo sea, quizás, si es que el peso de mi equipaje no venció la fuerza de mis piernas, en la atiborrada oscuridad del plenilunio.

Árbol de alambre

No tengo mucho que decirte, árbol de alambre, otrora belleza que adornaba mis tardes más lúgubres. Ahora luces jadeante y desfallecido, con tus ramas derramando óxido sobre la mesa, con tus hojas de crepé casi extintas y tus vientos olorosos, rezagándote de a pocos ante otros adornos que toman el brillo que ya abandonaste. No tengo mucho que decirte, árbol de alambre, ni siquiera he de agradecerte por el tiempo compartido, porque cuando quiero abrazarte me hincas los brazos y cuando quiero besarte me hincas el rostro, logrando que mi sangre brote esculpiendo con esfuerzo mi cuerpo contrahecho. Por eso, no tengo mucho que decirte, árbol de alambre; tú que me viste crecer entre neblinas y soles, tú que incitaste a mi imaginación, tú que le gustaste a aquella chica que me gustaba, y que venía a casa por ti y no por mí; tú que frenaste todo tipo de encuentros furiosos, tú que me diste oportunidades que desaproveché, y que me miras con esos ojos dimensionados en el aire, ojos que dicen adiós, mientras una caja de cartón con olor gastado espera por ti, y mientras un camión extraño espera por la caja de cartón… en las afueras de nuestro hogar.

Mariposa

Te veo, tierna mariposa, te veo
A veces quieres ser mala, y te veo
La sonrisa no engaña, te veo
Te veo intentando volar...

Recogiendo polvos mágicos del aire
El polen perdido, el vuelo intocable
No me siento capaz de alcanzarte
Pero voy con la valentía del débil...

Guárdame un lugar, tierna mariposa
A donde vayas, guárdame un lugar
Un sitio donde estemos los dos, nadie más
Y me hables de los polvos mágicos...

Del polen perdido, de tu libertad
De ese extraño regocijo que sientes al verme
Nada comparable al extremo placer mío
Placer de tocar tus alas y tus mejillas...

Besar tus labios libres, libertad plena
Veo de cerca tus ojos, mariposa tierna
Tu sonrisa no miente, tu alma tampoco
Y menos la luz, acertada, que oscurece poco a poco.

Muerte

Caen gotas de sudor. Miro alrededor y sólo encuentro sombras. Sudo pero tengo frío, mucho frío. Intento abrigarme con mis brazos desnudos, pero mi cuerpo resulta muy grande y siento que sigue creciendo de manera irremediable. Alcanzo a tocarme el rostro con la yema de mi dedo índice. Sigo sudando. No veo un sólo rastro de luz en esta habitación. Todo está oscuro pero a la vez impoluto, lo sé porque no respiro moléculas de suciedad, lo cual sucedía cuando todo era luz. Ahora que todo es sombra, todo resulta limpio, excitante, exquisito, aunque no sé cómo sé todo esto porque apenas y puedo sentir las gotas de sudor deslizándose por todo mi rostro, mi tórax y luego mis piernas. Algunas gotas caen en mis brazos desnudos, esos que intentan abrigarme insatisfactoriamente. Mis gotas son frías y grasientas. Es evidente que estoy fusionándome con la oscuridad, me voy limpiando por cada gota que rebalsa de mi cabeza ya sin cabello, porque el cabello se me había caído antes de estar aquí, cuando aún veía luz y suciedad por todos lados. Intento caminar y mirar a mi alrededor buscando una luz de manera estúpida, pero no la encuentro y me siento más tonto aún. Sólo sé que debo andar, que debo caminar, seguir andando. Mientras camino voy dejando rastros de mi sudor sucio en el suelo que no alcanzo a ver, o acaso estaré volando. Siento sequedad, siento frialdad. Sigo sin ver luces pero siento que veo mejor que antes, que cada vez veo más claro este vacío sempiterno. Me gusta, me gusta estar aquí. Está limpio y sé que me sentiré mejor cuando se me terminen las gotas de sudor y sólo queden rezagos de mi pureza.

lunes, 23 de septiembre de 2013

El quebrantador de sueños

Compone las suaves melodías de sus deseos en su onírica dimensión, de pronto cae en remotas distancias repletas de infamia. Nunca dispuso de la necesidad de estrellarse entre sus mundos, pero el día tenía que llegar y ella lo presentía; aún bajo su narcótico efecto disuadido en seda  y algodón, sumergida en la comodidad de sus perfumadas almohadas color granate, aún así lo venía llegar. Descubrió así, con el temor, su fascinación por brincar de planeta en planeta, rozando con sus dedos cada constelación; recordando, con sonrisas bañadas en lágrimas, cada una de sus inenarrables aventuras. El enlace se rompía y la sangre brotaba entre las nubes de un otoño cualquiera. Cuando las amígdalas se le irritaron compuso su último preludio, una canción que daba triste inicio a su hastío, mientras aquel monstruo disipaba, con infinita crueldad, la bella nebulosa que con tanto esfuerzo habían formado sus más profundos sueños. Y así se concretaba el abyecto robo de una voluntad que sólo aparecía cuando ella cerraba sus ojos, en esos difusos y coloridos paisajes errantes, en tiempos aquellos… cuando esperaba a que el sol no volviera a aparecer jamás.

Arrastrado

Ya es la tercera vez en la semana que peleamos por lo mismo, ¿qué pretende?, ¿acaso poner a prueba mi lealtad?; trato de comprender la conglomeración de ideas que pasan por su cabeza, pero debido a su entreverada labia no puedo determinar qué es lo que desea en realidad. Sus palabras son todas insultos, sus frases son ofensas laxantes. Quiero pensar que pasamos por un mal momento, que estos diez años juntos no han de ser en vano. Que pasará esta vorágine y volverá la paz que tuvimos en los inicios. Pero no, mi mente no es tan fácil de engañar. Gana la batalla a toda emoción que de mis entrañas se haga concepto. Pienso, razono y digo que esto se va al carajo. Y es que es difícil combatir contra su desfachatez y orgullo. No reconoce que tengo la razón. Nunca lo ha reconocido ni lo reconocerá. Ahora mis amigos me llaman arrastrado, que no jodan. Esto es amor, no ser arrastrado. Ellos nunca han sentido amor y nadie ha sentido amor por ellos, así que no saben lo que significa el sacrificio diario de hacer que una relación resulte. Tener que soportar insultos y hasta golpes es un privilegio que poseemos pocos. Pero también es cierto que todo tiene un límite. Quizás mi límite esté a punto de ser alcanzado. La amé, la amé mucho, pero es que me molesta tanto que me culpe. Y no sólo a mí, mis amigos y familiares también han sufrido a causa de su soberbia. Que fácil lo ve, se derrumba y culpa a todos de su fracaso. La respuesta adyacente a su memoria pueril e infame, la gracia conjunta e impávida de su propio caos. A mí no me interesa ya ayudarle, ya no, porque cada vez que lo he hecho me terminé sintiendo culpable; me terminaron carcomiendo demonios estúpidos y raquíticos. Ya no quiero servirle. A ella no. Buscaré a alguien más, a ver si sus demonios me caen un poco mejor. Después de todo, cargo el amor como una cruz y puedo compartirla con quien desee, a la salud de los envidiosos. 

Sueño, dos veces

Caían las cortinas en aquella noche nublada. No sé, en realidad, si era de noche, de día o una tarde. Porque sólo recuerdo las formas de su cuerpo deslizándose hacia mí con sutil vergüenza y elegante salvajismo. Temblaban un poco sus piernas y aunque estaba oscuro, con esas cortinas caídas, la imagen de sus pies desnudos y morenos aún está dibujada en mi mente, ahí, perenne. Complicando su propia comodidad, ella permitió que regase mi ser sobre su piel. Cuánta falta me había hecho, pensaba, mientras el frío del amanecer empezaba a sentirse en cada rincón de la habitación. Las sábanas ya no eran excusa para evitar la unión, porque las habíamos zafado una a una con nuestros movimientos descoordinados y placenteros. Acontecía, entonces, un momento sublime, casi onírico, que incrementaba mis ganas de no separarme de su torso por el resto de mi vida. Al mirar hacia sus ojos lo supe bien, este era un sueño, un sueño augusto, plácido, interminablemente cáustico y surreal. Aún así, sentía cada cabello suyo en mi rostro, y la forma cómo me miraba, con esa mezcla de dulzura y tesón, entregándose al placer que, de algún modo, ella expresaba con los restos de su voz, escurridos por su garganta mojada. Impulsaba yo a un momento todavía más implacable, pues cada vez medía menos mi fuerza y la acercaba con indicios de furia hacia mí, cuando ya no se podía estar más cerca de lo que ya estábamos. Con natural temor me dijo que me quería, yo también, pero el momento ya no daba para un “te quiero” bello, aunque simple. Un “te amo” no vendría nada mal, le dije, ella se asustó aún más, porque dicen las inexistentes, y no escritas, leyes de la vida que nadie puede amar en tan poco tiempo, y que el “te amo” menos válido es el que se dice en la cama. Cuánta mentira junta, joder… Ahora sé por qué nadie se atrevió a escribir esas leyes. Nadie podría ser tan valiente o idiota para hacerlo, sabiendo, presumiblemente por experiencias propias, que nada de lo dicho se cumple en las veces cotidianas. Uno dice “te amo” porque lo siente en ese momento, porque el amor es cuestión de sentir, no tanto de evaluar, medir, conjeturar, sino de sentir, espetar y hacer feliz a alguien. Ser feliz, por consecuencia de hacer feliz a otra persona es, precisamente, la idea que siempre tuve del amor. Se lo dije, y no me creyó, lo supe por sus ojos, porque ellos no mienten. Se asustó y las cortinas caídas ya no le daban luz. Sabía lo que faltaba, entonces pensé que quizás el amor no existía para ella, de modo que lo mejor era que sigamos haciéndolo hasta que tenga suficiente amor como para creer que sí existía. Ahora que veo a esa mujer tan exquisita y le cuento de este magnífico sueño mientras me observa con cierta dosis de admiración, me doy cuenta de lo afortunado que soy, pues tengo sueños hermosos al dormir, y también los tengo mientras estoy despierto.

Mi héroe

Miraba sus fotos con cara de idiota, siempre con esa misma cara de idiota. Me pasaba horas con los ojos pegados a aquella colorida pantalla del celular. Pasaba una a una aquellas imágenes que me recordaban tanto a ella, imágenes que hasta parecían despedir olores, expulsar vientos ligeros que acariciaban mi rostro, como en nuestros viajes, y hasta me daban ese calor que emanaba su desnudez en los hoteles donde dormíamos. Aquel equipo era mi fuente más importante de remembranzas y lágrimas. Un equipo que, por cierto, ella me obsequió poco después de cumplir un mes de noviazgo. Seguía viendo sus fotos, que ojos hermosos, que boca tan dulce, y esa nariz que a menudo presionaba suavemente con mi dedo índice de la mano derecha, mientras trataba de hacer un sonido gracioso con mi voz. Lo que hacía para verla reír, y seguía viendo sus fotos. Aquella que colgué en mi red social, en la que estaban juntas nuestras manos disímiles. Que hermosa foto, pensaba. El celular era el ancla que me tenía atado a épocas que parecían remotamente lejanas, pero la verdad es que apenas habían pasado unos cuantos meses desde que ella me dejó por un tipo guapo y adinerado. Seguía mirando las fotos… hasta que de pronto nos la vi más. Sólo la espalda de un tipo sucio, mal vestido, pero terriblemente veloz que corría hacia destino incierto junto con mi celular y mis recuerdos. Ni siquiera tuve reparos para denunciarlo en una comisaría cercana. Quizás presentía la inmensa deuda que tendría con el ladrón un tiempo después.

El emigrante

Erase una vez la desesperación en su rostro y la épica fascinación por meterse en líos. Sus manos frías empuñando su apreciada arma luminosa. Su corazón latiendo a muchas revoluciones por no sé cuántos minutos o segundos; sus lágrimas que salían como risas nerviosas ante el inminente enfrentamiento con lo imposible. Y entonces las claras mañanas digitales se hacían tardes reales. De frío y llovizna. No había quién convenciera a su alma de que debía regresar a la dimensión anterior, excepto su gran amor, aquel espectro conquistador y oscuro que se hiciera dueño de sus sienes. Cuando su amor aparecía, lo lúgubre se volvía primaveral, colorido, manso y acogedor; nuevamente sentía en sus manos el calor de su arma luminosa. Su boca volvía a sonreír mostrando sus dientes amarillos de tanto fumar, pero la desesperación en su rostro seguía intacta. Como intacta su épica fascinación por meterse en líos, ¡ay, tan idiota!, pudiendo cosechar otros amores con la misma actitud desfachatada, pudiendo olvidarse de las guerras, insiste en cargar su arma luminosa, emitir sonidos raros con ella, abrazarla en sus sueños y seguir luchando hasta verter la última de sus mentirosas lágrimas.

Cielo

Bajo aquel sol de junio, el viento cambiaba de dirección, junto a su cabello largo y oscuro. Su cabello dibujaba sombras fantásticas sobre el césped, me encantaba verlas e imaginar figuras moviéndose como en las tiras cómicas. Cómica era la manera en que me ponía cuando ella volteaba a verme, con ese rostro hermoso y serio, con esa mirada fija y concupiscente. Mi mirada, en cambio, no expresaba más que desesperación y nerviosismo; ella lo notaba y esbozaba una sonrisa poderosa. Poderosa fue la manera como me enamoré de ese hito abyecto que tan bien nos separa. Ella, una gobernadora de brillantes ideas, una constitución política con torneado torso y deliciosos muslos. Yo, un vagabundo sumergido en guano, esperando vender algún día sus ridículos sueños e inocuas proezas de barrio. De cuando en cuando imagino que esas figuras somos ella y yo, tratando de entendernos en el amor. El amor no entra en contubernios con las fuerzas naturales, mucho menos con las sociales. La sociedad no conspira conmigo para poder tocarla. Tocarla es lo último que quiero hacer ahora, sería como ensuciarla. La suciedad me acompaña, me guía hacia las metas que alguna vez me pusieron, en la lejanía, los que se burlan de esta completa ironía. Irónicamente escucho ahora: «cielo, no estás bien».

Acelera

Rompe filas, redobla, inicia un camino, retrocede un poco y mira alrededor. Se da cuenta de que tiene detrás una inmensa polvareda, asesina, acogedora. Toma sus cosas y sigue caminando, o al menos eso intenta. Recoge los últimos despojos de otros que alguna vez siguieron ese infausto sendero. Sueña con su destino con los ojos medianamente abiertos. Oprime sus propios puños, lucha contra la desesperanza, regula sus latidos y continúa. La niebla ahora viene por los lados, sabe que debe darse prisa, es lo que debe hacer un soldado, siempre ir hacia adelante y sin titubeos. Descubre la debilidad de sus piernas, suelta sus cosas, y las toca, aún sabiendo que pierde sagrado tiempo. Piensa que están fuertes y vitales a pesar de que lleva toda su vida caminando y a pesar de que lo evidente dice que apenas puede mantenerse en pie. Corroe sus presentimientos con una sonrisa liviana y frágil, envuelve sus deseos con su capucha helada y emprende nuevamente el viaje. Escucha las voces de sus dioses, suplicando su apuro, él no hace caso, disfruta la herejía y sigue con tesón, a paso firme, lento e inseguro. Las cosas pesan cada vez más. La polvareda se hace cada vez más densa. Siente el ahogo de sus penurias y consecuencias de sus actos, y en un acto heroico absorbe de una todos esos males provistos de enseñanzas y maldiciones. Contiene el aliento, pasa el aire, sopla y ya se encuentra dentro de sus temores. No deja de sonreír a pesar de que el destino parece ir cambiando, ya no son sueños, se convierten en pesadillas, en lobos aullando, devorando todo a su paso, mientras la única luz que lo ilumina sigue rogándole lentitud y mientras los dioses, furiosos, planean en un bar el destierro del soldado y el posterior homenaje a su insana humanidad. 

Réquiem para un Asesino

Querida y adorada hermana:

Recibida la traición, hice aquello que me pediste tan empeñosamente que no hiciera, tal y como de seguro te lo habrías imaginado. Empero, no justificaré mis actos como un simple acto de pueril venganza, pues se trata de algo más profundo e imperecedero, un acto de redención, algo que quedará escrito en los ocultos y empolvados libros de la historia del Credo, claro está, si es que tú, como la lideresa capaz que eres, aceptas continuar con este legado que nos heredara nuestro padre. Legado que quizás, en algún momento, no quisimos cargar a cuestas, pero que asumimos con valentía en todas estas décadas, incluso cuando decidiste el retiro para dedicarte a ser una encomiable esposa y madre, con toda justicia y libertad.

Y empecé por Sofía. Aquella mujer que me acompañara en estos últimos años y que terminó por borrar sus propios besos, caricias y calores con una sucia estratagema. La razón por la que decidí empezar con ella es que era, en definitiva, mi paso más difícil. Es decir, si la hubiese dejado para el final, era muy probable que no hubiese terminado este plan de redención, y me habría dejado acuchillar suavemente mientras escuchaba sus súplicas. Entonces, con la sangre cambiando la coloración de mis ojos, llegué a su habitación en San Polo, en un humilde espacio, nada comparado con la hermosa residencia que ambos compartíamos en Roma, pero es que, querida hermana, hasta eso decidió cambiar por unas cuantas migajas de poder.

-    Ezio, esposo mío, eres tú, ¿dónde te habías metido?, ¿qué haces aquí?
-    Saludos, Sofía.
-    (…) ¡Guarda esa cuchilla, Ezio, guárdala ya! No sabes nada aún, al menos déjame explicarlo.
-    Descuida, amada mía, no necesito más explicaciones; la vida de Asesino me ha enseñado a alcanzar deducciones justas en poco tiempo, espero que no te suene presuntuoso, como alguna vez me lo hicieras saber.
-    ¡Vuelve al exilio, Ezio! No tiene ningún sentido este intento por construir lo que ya había nacido destruido.
-    Mi bella Sofía, no es construir lo que deseo ahora. Sólo puedo decir que mi único error ha sido amarte tanto como alguien como yo podía hacerlo. Ahora ven y deja que reciba un último abrazo tuyo. Por favor, si aún queda algo de amor en ti, úsalo para este abrazo.

Oh, hermana mía, ¡cuánto me costó conseguir que me mirara a los ojos con la misma firmeza y sinceridad que en aquellos años, años en los que decía haber encontrado en mí al hombre más importante de su vida! Años en los que me juró amor, respeto y lealtad. No lo llegué a conseguir del todo, he de decir. Al degollarla, su mirada no se despegó de mí, no sé si eso cuente, pero a mí me complació un poco. Sólo un poco, antes de tanto sufrimiento.

Seguí mi camino hacia la base de Massyaf. Sería un viaje largo y poco placentero, pero debía hacerlo para continuar con mi lucha y volver a encarrilar al Credo, por la memoria de nuestro padre, y por la memoria de nuestro gran y eterno Maestro, Altaïr.

Al volver a Massyaf, tanto tiempo después de aquel día en el que conocí personalmente los restos del Gran Maestro, sentí un frío extraño. Supe de inmediato que ya no había nada de Altaïr en esas ruinas horrendas y desoladas, donde apenas surgía ese pequeño pueblo atiborrado de gente temerosa e infeliz. Algunos guardias quisieron darme la bienvenida, pero los eliminé en seguida. Querida hermana, tengo setenta y tres años, pero aún puedo moverme con cierta agilidad, aunque me cueste y sienta dolores en todo el cuerpo cada vez que culmino con un asesinato. Con lo fácil que era antes, ya me costaba un mundo entero. Pero ambos sabemos muy bien que el reto más difícil llegaría después.

Eran veinte, sí, veinte Asesinos maduros, en su mayoría, y que además habían sido entrenados por mí. Me apreciaban y respetaban como a sus propias vidas. Me admiraban como yo admiré a nuestro padre. Pero ahora estaban ahí, en los tejados, mirándome con ojos rojos y fijos, esperando a que hiciera cualquier movimiento para lanzarme un flechazo, o tal vez, sólo tal vez, bajar al llano para decirme que me fuera, haciendo honores al cariño que supe sembrar en ellos, y así fue. El que se puso frente a mí fue Giacomo, quien había tomado el mando de los Asesinos. No me sorprendió en absoluto, pues fue el que desarrolló más rápido su don de liderazgo.

Oh, Giacomo, aún recuerdo cuando lo rescaté de unos bandidos en Venecia. Era tan sólo un adolescente entonces, cuando le propuse que si deseaba hacerme un pago por haberle salvado debía ingresar al Credo. Fue uno de los pocos casos en los que noté potencial en un Asesino sin necesidad de verlo en combate. Y con gracia presumí muchas veces de no haberme equivocado. Ahora me duele haberlo tenido como rival, pues es uno de los mejores. Además de más joven, es más rápido, y siempre fue un gran aprendiz, si sabes a lo que me refiero entenderás que era alguien a quien temerle en toda dimensión. Detrás de él se ubicaron dos Asesinos más, eran Lucca y Amonte, sí, Amonte, tu eterno favorito. Le guardaban las espaldas, señal de que, aunque me vieran como un anciano casi retirado, seguían temiéndome. Y no era difícil colegir que desde arriba los demás Asesinos me apuntaban con sus armas de largo alcance. Querida hermana, como de costumbre, lo tengo todo en contra.

-    Gran Maestro Ezio, permítame alegrarme de verlo a pesar del difícil contexto que hoy nos reúne.
-    Giacomo, me alegro de verte también. De veras.
-    He de suponer que, con toda su sabiduría, conoce muy bien el discurso que debo decirle ahora.
-    Y como buen aprendiz que eres, sabes que no me iré.
-    ¿Qué propone, maestro?
-    Que acabemos esto rápido.
-    Si lo atacamos ahora, todos al mismo tiempo, no tendrá oportunidad, maestro.
-    Hagan lo que tengan que hacer.
-    Lo enfrentaremos en el llano, en pares. Creo que sería lo más justo.
-    Hagan lo que tengan que hacer.

Me enfrenté a los dos primeros. Llegaron Carlo y Abelardo. Asesinos jóvenes y fuertes, de muchísimo futuro. La lucha duró tres minutos y algunos segundos, no me demandó mucho esfuerzo acabarlos, aún cuando aplicaron bien las técnicas que habían aprendido de mí. No les fue suficiente, hermana, porque, como bien sabes, no lo he enseñado todo. Hay cosas que uno ni siquiera puede decir, mucho menos enseñar. Mi hoja oculta ya estaba manchada de sangre joven y prometedora. Cuando siguieron los otros dos, algo de piedad me aclaró la mirada y les pedí que se rindieran, que me dejaran ir directo hacia Macchiavello. Fue inútil. Vencí a Giuseppe y a Vladimiro, luego a Ángelo y a Emiliano. Había pasado casi una hora. Estaba bajo la mirada de Giacomo, Lucca y Amonte. Pero a ratos buscaba a Sabrina. Mi mejor alumna y quizás el mejor Asesino mujer de la historia del Credo. No la encontraba entre las sombras, pero siempre supe que sería ella la indicada para darme la última estocada en caso fracasara, ¿la razón?, creo que la conoces muy bien, querida hermana.

Un par de horas después, había acabado con casi todos los Asesinos. Pero el costo había sido muy alto. No sólo me encontraba muy malherido, sino además un poco triste y meditabundo, ¿acaso estaba obrando bien?, ¿acaso debí tratar de convencer a mis discípulos de que se unieran a mi causa, antes de propulsar un enfrentamiento directo?, quizás no lo hice porque sabía que era un absurdo. Ellos le juraron lealtad al Credo desde su primer salto de fe, no a mí. Habían pasado años, décadas, defendiendo con sus aceros nuestros dogmas, manchándose de sangre rival, sacrificando sus vidas, y las compañías de sus familias, muchas veces, por proteger lo que ellos consideraban más importante. Quería decirles que estaban equivocados. Que tenían ahora a un líder falso. Un truhán que sólo ansiaba el poder del Fruto del Edén. Aquel artefacto que, lejos de ser nuestra mayor bendición, como en algún tiempo se pensó, ha sido siempre nuestra peor maldición y más cruel castigo.


-    ¡Giacomo!, he vencido ya a casi todos tus Asesinos. Muchos jóvenes y maduros guerreros han sido derrotados a causa de la avaricia de tu líder. Paremos ya con esto. Déjame pasar. Así como estoy, lo más probable es que fracase. Entonces habrán vencido ustedes y este supuesto traidor habrá pagado el precio de su inmundicia sin que se derrame más sangre inocente.
-    Sabe muy bien, maestro, que cumplir lo que me pide es imposible. Además, quedamos aún nosotros cuatro. Incluyendo a Sabrina, quien lo observa desde algún lugar cercano con muchas ansias de verlo aún más agonizante.
-    ¡Que venga ya! Sé que ella tiene más razones que todos ustedes juntos para aniquilarme.
-    Lo lamento, maestro, pero ella misma me pidió que no le permitiera acercarse a usted, hasta que no haya quedado nadie más para enfrentarlo.
-    Pues entonces tendré que encargarme de ustedes también.

Mi querida y hermosa hermana, cuánto me costó sobrevivir al asedio de estos talentosos y voraces Asesinos. Lucca era un experto en desarme y Amonte, como debes recordar, era un as de la cimitarra milanesa. Ambos se vinieron contra mí al mismo tiempo mientras Giacomo daba vueltas a la escena para tomarme desprevenido y asesinarme con su hoja oculta. Pude escapar tres veces de las punzadas de Giacomo, quien venía de todos lados, como rayos fatuos que se abrían entre la oscuridad de aquella noche siria. El primero en caer fue tu querido pupilo. Espero me perdones, pero en mi defensa puedo decir que no dejé que sufriera mucho, por lo que no le abrí las vísceras como sucedió con algunos caídos anteriores; me di maña para atravesar con mi cuchilla su garganta de forma vertical hacia arriba, y así llegar hasta el cerebro, facilitándole una muerte instantánea, lo conseguí, pero en el ínterin sentí tres cuchillos voladores pequeños clavarse en mi espalda. Ya no sentía dolor, sólo escuchaba ruidos por todos lados, de seguro eran los pasos de la muerte.

Fingí desplomarme y pronto llegaría Lucca a tratar de liquidarme. Cuánta subestimación. Usando la cimitarra de Amonte, atravesé el corazón de Lucca, y en el mismo movimiento arremetí contra Giacomo, quien ya había brincado a destrozarme el cráneo con una enorme roca. Luego de degollarlo y mientras me pedía perdón con lágrimas en los ojos, escuché la voz de Sabrina anunciando su llegar.

-    Ezio Auditore. Me perdonará llamarlo de ese modo. Es que a estas alturas me resisto a creer que usted fue mi mentor. Y, claro, mi amante.
-    Sabrina…
-    No es necesario que diga nada. Mírese, ya ni siquiera puede mantenerse en pie.
-    No diré nada. Sólo ven y terminemos con esto.
-    Recuerdo que me dijo exactamente lo mismo la primera vez que hicimos el amor.
-    ¿Queda espacio para el romanticismo en la tragedia, Sabrina?
-    Usted debería pagar por todo el daño que me ha hecho, y el daño que le acaba de hacer al Credo.
-    Tienes derecho a querer cobrarte tus revanchas, ¿quién sería yo para negarlo?, adelante, aquí estoy.

Ella seguía siendo tan agraciada como peligrosa. Los años parecían no haber pasado por su cuerpo y rostro. Tenía la misma mirada tierna de aquellas veces en Florencia, a pesar de que en Massyaf me miró con todo menos con ternura. Como te lo he contado ya en algunas ocasiones, siempre fue una ladrona hábil y luego una Asesina exquisita. Me atrajo sobremanera de ella el haberse resistido siempre a caer en el mundo de las cortesanas, aún cuando tenía todas las condiciones para ser una de las mujeres más deseadas de Italia. Nunca la amé aunque quise y, sí, me aproveché de su inocencia en más de una ocasión. Quizás ella esperase convertirse en mi esposa pronto, pero no contaba con mi poca prestancia para el compromiso. Años después conocería a Sofía y todo se vino abajo para Sabrina. Me odió con fervor durante todo este tiempo, aunque no dejó de respetarme y admirarme como maestro. Ahora no quedaba más respeto en su gesto; era aberración pura. Ella quería verme muerto sin pensar, quizás, que ya lo estaba desde la traición de Macchiavello.

Me venció en tan sólo unos minutos, desarmándome y dejándome boca arriba en el lodo, tal y como se podía prever. Pero Sabrina siempre tuvo un punto débil, y lo supe desde aquella vez en la que le tocó eliminar a un hombre que ella consideraba bueno y honorable, un mercader en Constantinopla al que conocía desde Florencia.  Aquella vez, querida Claudia, fue, de hecho, la única ocasión en la que Sabrina mostró debilidad. Demoró varios segundos antes de asesinar a su víctima, mientras yo supervisaba todo desde uno de los tejados. Al reconocerla, el mercader no sólo le rogó que no lo matara, también le declaró un supuesto amor incondicional, le ofreció matrimonio y una vida segura y apacible, lejos de los peligros del Credo. Ella se frenó por un momento, no porque creyera o correspondiera a su amor, sino porque le pareció un gesto noble que además afirmaba el concepto que siempre tuvo de él, aún cuando todas las pruebas apuntaban a que el hombre era uno de los mercaderes más corruptos de la ciudad. Al reaccionar y recordar su misión, y con gesto de desdicha, ella le atravesó la hoja oculta por el pecho, pero el tiempo que tardó permitió que el mercader le incrustara, al mismo instante, una cuchilla bañada en veneno en el brazo.


¡Ay de Sabrina, querida hermana! Si yo no hubiera estado ahí para sacarle el veneno con mi boca y luego llevarla rápidamente a un galeno, habríamos perdido a una estupenda Asesina.

No sabía si podía usar el mismo truco que aquel hombre. Lo que sí sabía era que el odio de Sabrina devenía del amor que no le fuera correspondido. Por lo tanto, hermana mía, esa mujer me seguía amando, y yo… Yo sólo soy un viejo astuto. Te pido ahora que no me odies ni me juzgues por lo que narraré a continuación, recuerda que para un Asesino el objetivo siempre será lo único importante: le dije que había sido un gran error no haberle dado la oportunidad que merecía. Que ahora Sofía estaba muerta, prueba de que quería rehacer mi vida, y que si bien era cierto que soy un anciano, aún podía amarla mucho y hacerla muy feliz. Su cimitarra ya comenzaba a introducirse en mi garganta mientras ella empezó a concebir sus primeras lágrimas…


-    ¡Figlio di puttana! ¡Maldito seas, Ezio!

Cuando intentó culminar mi muerte, ya era demasiado tarde para ella. Tomé su cimitarra con una de mis manos, al mismo tiempo doblé y quebré su pierna izquierda con mis dos piernas, finalmente arremetí contra su pecho con todas las pocas fuerzas que me quedaban. Habíamos quedado tendidos, yo sobre ella, cara a cara, como cuando hacíamos el amor y yo disfrutaba de su inocencia. Incluso, querida hermana, y pido perdón por la impúdica confesión, algo de masculina excitación circuló por mi cuerpo herido, pero eso no evitó que mientras la mirase con deseo le fuera clavando lentamente mi hoja oculta en el corazón. Poco antes de sentir su último hálito, Sabrina me dijo algo que jamás olvidaré:

-    Nunca dejé de creer en el maestro, pero tenía que matar al hombre… Espero que algún día me perdones… Ezio…
-    Requiescat in pace, Sabrina.

Luego murió, dejándome al fin el camino libre hacia mi verdadero enemigo. Macchiavello no era tonto, sin embargo, sabía que siempre existía la posibilidad de que venciera a los veinte asesinos, así que no pudo encontrar mejor forma de disminuir mis posibilidades de victoria que ubicándose en lo alto de una de las torres más gigantescas de Massyaf. No había trampas ni más guardias, sólo exigencia física, mucha exigencia como para un viejo desgastado y además agonizante. Aun así, querida hermana, y después de largos y dolorosos bríos, logré alcanzar la cima de la torre donde Macchiavello me esperaba, aplaudiendo, con esa sonrisa maledicente y satírica que siempre tuvo, esa misma que alguna vez creí sincera con tanta ingenuidad.

-    ¡Bravo, Ezio, bravo! Debo reconocer que no esperaba que llegaras hasta aquí tan entero. Siempre fuiste obstinado, pero hoy te has coronado, ¡te felicito!
-    (…) Creo que no hay mucho de qué conversar, Macchiavello. Desenfunda y pelea, al menos quiero verte morir antes de que muera yo.
-    ¡Ja, ja, ja!, tan histriónico como de costumbre, todo un Auditore, con la gran diferencia de que los Auditore no eran sucios traidores como lo eres tú.
-    Osas llamarme «traidor» cuando sabes perfectamente quién dejó abandonado a alguien que lo consideraba su amigo y leal compañero. Y todo por esa maldición que llevas en ese bolso.
-    Oh, Ezio, siempre tan equivocado… Desde que te conocí noté que eras un cúmulo andante de errores, ¿sabes?, el Fruto del Edén… Así te explicara lo que realmente significa, no lo entenderías pues escapa a la comprensión de un simple arrebatador de vidas. Este ingenio ha debido ser concebido para que sólo mentes brillantes y lúcidas como la mía puedan controlarlo y llevar a este caótico mundo a un mejor sendero. No quisiera ni imaginar qué podría hacer alguien como tú, alguien tan obtuso y ordinario, con algo de esta naturaleza.
-    Puede que no sea tan brillante como tú, pero al menos conozco y respeto el significado de la lealtad.
-    ¡Ah, sí, claro! Y por eso degollaste a tu esposa y asesinaste luego a tus veinte aprendices, incluyendo a tu amante. Me fascina tu sentido de la lealtad.
-    Lo hice porque no tenía otra opción…
-    Lo hiciste porque es lo único que sabes hacer, Ezio Auditore. Naciste para ser un Asesino, y eso es lo que eres, un simple asesino, ¿por qué no eres más franco y me dices la verdad?, sé que has venido aquí para tomar posesión del Fruto.
-    Pues sí, vine aquí por el Fruto, pero no para usarlo a mi favor, sino para esconderlo donde nadie lo encuentre jamás y así evitar que esperpentos como tú vuelvan a apoderarse de él.
-    Hmmm, veamos, esa idea me parece tan conocida… ¡Ah, ya lo tengo!, eso mismo pensó Altaïr varios siglos antes, ¿lo recuerdas?, incluso codificó la puerta de su biblioteca para que nadie pudiera acceder al Fruto, pero… Ya conoces el resto de la historia, y debo agradecerte. No obstante, el hecho de que un primate como tú haya podido acceder al Fruto sólo prueba de que ningún lugar será completamente inaccesible para quien quiera obtenerlo. O también podría significar que Altaïr era tan pánfilo como tú, y como todos los Asesinos.

Querida Claudia, debo confesar que nunca me había sentido tan ofendido e irascible. Incluso en mis últimos minutos de vida, sentía arder la sangre mientras la misma brotaba por todas y cada una de mis heridas, mezclándose con el polvo y el lodo que me cubrían, haciendo de mí una masa rojinegra, un ente horripilante y casi irreconocible. Macchiavello le puso alto a su discurso y empuñó su espada, dando inicio a mi última lucha. A pesar de mi estado colérico, no duré mucho tiempo. En pocos minutos me encontraba al borde del colapso tras un terrible corte en el cuello que por poco alcanza mi yugular. Él esperaba el momento preciso para sellar su victoria pero yo no le daba ningún espacio. Debo mencionar con cierta alegría que el guantelete que me regalaste en el Vaticano era mi único escudo.
 
Un corte más, en cualquier parte de mi cuerpo, hubiera sido letal. Él no era un Asesino, pero sí un experto en esgrima y mucho más astuto que cualquiera de mis anteriores rivales. Su victoria consistía en dejar que me desangre o en un descuido para aplicarme la última cuchillada. Nada de esto pasó.

El Fruto del Edén. Querida hermana, en algo tenía razón Macchiavello, nunca terminaré de comprenderlo. Había dejado de funcionar desde hacía mucho tiempo, cuando de pronto empezó a brillar desde su bolso con una luz cegadora y poderosa, algo que también sucedió aquella vez en la que llegué a la biblioteca del Gran Maestro Altaïr, con la diferencia de que aquellos rayos de luz, lejos de dañarme, me dieron calma y diversos dones que con el tiempo fueron quedando en el olvido.

Entonces, esa luz había empezado a quemar las entrañas de Macchiavello, el que alguna vez fuera el dueño y señor de mi confianza. Sus gritos se mezclaban con el fuego que provenía de sus adentros. La luz también me afectaba. Quedé en el suelo mientras sentía que me quemaba la carne y hasta empecé a sentir el olor de mi cuerpo ardiente. Sabía que era mi fin, pero disfruté viendo a Macchiavello cayendo por pedazos mientras iba maldiciendo al Fruto por el que vendió su otrora intachable dignidad. De pronto los recuerdos de Altaïr volvieron a mi mente, se entremezclaron con los míos, y lloré, Claudia, lloré mucho, ¿había vivido yo una vida digna?, ¿había actuado correctamente?, ¿habría hecho Altaïr lo mismo que yo de encontrarse en mi situación? Apenas sentía mis lágrimas a través de mis mejillas rostizadas. Ya había fuego por todos lados. La torre se incendiaba de manera rauda e inclemente. Sólo había una forma de salvarme o de al menos alargar mi agonía: un último salto de fe.

Pero, ¿fe en qué?, el Credo estaba destruido. No quedaba nada en lo que pudiera creer, incluso el mismo Fruto parecía desvanecerse mientras calcinaba los restos de Macchiavello. No había nada por lo que luchar. Veintidós cadáveres así lo confirmaban, mientras me iba transformando ya en el vigésimo tercero. Sólo me quedabas tú, querida hermana, pensé en ti de repente, en tu sonrisa, en el dolor y alegrías que juntos compartimos durante todos estos años. En aquella vez que me pediste el retiro del Credo porque te habías enamorado. Y ahora, mírate, eres una adorable abuela, una mujer feliz y realizada. Yo, hermana mía, decidí seguir en este camino, y sólo me quedaba recordarte para darme fuerza y valor. Realicé aquel último salto de fe y no salió del todo bien, pero al menos había conseguido sobrevivir. La torre se derrumbaba junto con el Fruto mientras yo me alejaba del lugar a paso lento, muy lento. Casi no sentía que avanzaba.

Pasaron algunas horas, días, o no lo sé, porque habré perdido el conocimiento, presumo. Desperté en la cabaña de una familia del barrio más pobre de Acre, sagrado lugar en el que Altaïr conociera a su amada María hace trescientos años; te habré narrado la historia un par de veces. En eso pensaba mientras las mujeres de la casa atendían mis heridas, pero ya era muy tarde, sus rostros me lo decían sin hipérbole alguna. Tuve la suerte de que haya alguien aquí que supiera leer y escribir, y me ayudara a redactarte esta carta, querida Claudia. Así es, este es su puño y letra; a que es una letra encantadora, nada comparada con la mía, que siempre ha sido muy poco legible, y eso desde que éramos niños, ¿lo recuerdas?, espero que sí.

Creo que ha llegado el momento de la despedida, pues este pobre muchacho lleva escribiendo más de seis horas mientras parece asombrado de mi lucidez para narrar. Creo que me ve como un cadáver parlante o algo así. Quizás tenga razón en su inocente apreciación. Tal vez ya esté muerto y sólo me haya dado las fuerzas para dictarle esta carta. En todo caso, te pido que, una vez llegue a tus manos, la guardes como mi primer, único y último legado. Y si este Credo continúa, lo cual ya dependerá de tu decisión, espero perdones y enmiendas mis errores. Que la justicia sea siempre lo que guíe la punta de nuestros aceros. Y no olvides nunca nuestro lema: «Nada es verdad, todo está permitido».

Addio, hermana mía.

Per sempre tuyo, Ezio.


Inspirado en la magnífica saga de videojuegos, Assassin’s Creed.