Amanecía
en Ámsterdam y hasta el sol de ahí incitaba a fumar hierba. Ya no éramos los
jóvenes impetuosos que deambulaban por Madrid, así que sólo quedaba en ganas. Cada mañana en el
hotel se me apetecía una cerveza como desayuno y ese ya era el preámbulo de las
críticas de Gabriel – Siempre serás un puto ebrio, no aprendes- me decía.
Odiaba que le invitase un sorbo de mi chela. Me lo negaba cuatro veces y a la
quinta lo aceptaba para nuevamente quejarse por su mal sabor.
En
nuestros paseos por Muntplein solíamos entrar a librerías; nos entreteníamos
viendo cómo los holandeses trataban de ser amables con nosotros, aun cuando no
querían serlo puesto que, deducían, éramos españoles – Joder, Tomás, eso te
pasa por no parecer peruano; si parecieras peruano hasta te tendrían miedo a
que les quites el empleo – Pucha, chato – respondía yo, mesurando mis risas,
porque no quería que esos clones de Patrick Kluivert demostraran su evidente rechazo
ante nuestra presencia – Nada puedo hacer para parecer peruano pues, salvo
hablar con mi dejo y en este idioma tan cachondo que tú y tus comadres nos han
heredado tras la conquista; sarta de maricas - Luego de estar buenos ratos en
la sección «libros serios», nos dirigíamos
a la sección «manga y comic».
Nos encantaban los mangas. Entonces hablábamos de los animes que habíamos visto, dándonos con la eterna sorpresa de que los mangas nos encantan sólo cuando los hacen animes. Cuánta flojera… leer libros al revés. De todos modos, el hecho de que a ambos nos gustara el anime nunca fue bien visto por el círculo intelectual de Madrid. Recuerdo que una vez, en una de esas aburridas reuniones a las que nos invitaban frecuentemente, nos enfrascamos en una discusión sobre qué personaje era el mejor – Hombre, Lelouch es un sofista, un filósofo y un estupendo actor, tiene matices, es mitad héroe mitad villano y además es un éxito con las mujeres; definitivamente es el mejor – anticipaba Gabriel, y luego yo respondía - No me jodas. El mejor es Kira, un villano tiene que ser cien por ciento villano, sino que me la sude y que le encante - Poco faltó para que los escritores, artistas plásticos y demás liendres anteojadas del círculo nos echaran a patadas de su local. En ese entonces no pasábamos de los treinta y todo nos llegaba al sexo. Ahora, estoy seguro, valoraríamos más pertenecer a algo.
Nos encantaban los mangas. Entonces hablábamos de los animes que habíamos visto, dándonos con la eterna sorpresa de que los mangas nos encantan sólo cuando los hacen animes. Cuánta flojera… leer libros al revés. De todos modos, el hecho de que a ambos nos gustara el anime nunca fue bien visto por el círculo intelectual de Madrid. Recuerdo que una vez, en una de esas aburridas reuniones a las que nos invitaban frecuentemente, nos enfrascamos en una discusión sobre qué personaje era el mejor – Hombre, Lelouch es un sofista, un filósofo y un estupendo actor, tiene matices, es mitad héroe mitad villano y además es un éxito con las mujeres; definitivamente es el mejor – anticipaba Gabriel, y luego yo respondía - No me jodas. El mejor es Kira, un villano tiene que ser cien por ciento villano, sino que me la sude y que le encante - Poco faltó para que los escritores, artistas plásticos y demás liendres anteojadas del círculo nos echaran a patadas de su local. En ese entonces no pasábamos de los treinta y todo nos llegaba al sexo. Ahora, estoy seguro, valoraríamos más pertenecer a algo.
Finalmente,
terminábamos nuestro paseo en un restaurante de Beethovenstraat, nuestro lugar
favorito del centro de la ciudad, donde además nos atendía siempre una camarera
exquisitamente guapa. La morena, que medía un metro y ochenta centímetros
cuando menos, tenía la particularidad de tener un cabello larguísimo, lacio y
fascinantemente bien cuidado. Siempre me gustaron las mujeres de cabellos muy
largos, lo cual le trajo algunos recuerdos a Gabriel – Deberías apurarte con
ella o terminarás como con Esmeralda – me dijo alguna vez, mientras yo sólo me
limitaba a mirar a la despampanante negra que nos servía el guisado cada tarde.
A
propósito de Esmeralda, era una chica de Barcelona a la cual conocí por el
mismo medio por el que conocí a Gabriel, la Internet. Tenía ella la gran
virtud, además de una inolvidable belleza y longitud de cabello, de enamorarme
mientras cada vez ponía más claro que lo nuestro no podía ser, por razones
aberrantemente obvias. Luego de unos años, logré conseguir el suficiente dinero
como para ir a España, meterme la crisis por el culo, conocer a Gabriel y
tratar de conquistar a Esmeralda personalmente. Ya era muy tarde, pues se había
casado con uno de los científicos más importantes de Catalunya y hasta estaba
embarazada de él. Aun así logré pactar una cita con ella cuyos resultados
fueron igual de desalentadores. Una vez más, el hijo de puta de Gabriel tenía
razón.
Llegaba
el atardecer en Países Bajos. No sabíamos cuánto tiempo más estaríamos por allá
o si podríamos sobrevivir con el poco dinero que nos quedaba. Era claro que
alguno de los dos tenía que encontrar trabajo y, al ser el mayor, tenía que ser
yo. Logré que una agencia periodística me contratara para cubrir los partidos
del Ajax, lo malo era que no conocía un carajo del idioma y mi inglés era muy básico,
aun así me las ingenié para escribir artículos que tuvieran cierto valor en el
mercado. Con eso sobrevivimos unos meses más, pero me temo que esta existencia
tan fatua no podrá continuar. Gabriel y yo pensamos que lo mejor sería ir a
Sudamérica.
Él
sigue creyendo que una antigua novia lo espera en Buenos Aires; las pocas veces
que nos hemos emborrachado juntos he tratado de decirle que lo mejor es que no
se haga ilusiones. Han pasado ya varios años desde que todos éramos como niños
mimados en la red. Ahora hay «cosas que hacer» – Pucha, tío, Sudamérica nos
espera con los brazos abiertos, y si tenemos suerte sus piernas estarán
abiertas también. Larguémonos. Europa ya se nos hizo muy pequeña – con el
rostro iluminado por aquel rojizo sol holandés, Gabriel con la cabeza, me
dio una palmada en la espalda y me dijo: Vale, ve adelante. Yo te sigo.
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