jueves, 17 de octubre de 2013

El año momia

He tratado muchas veces de ver lo que hay detrás de la ventana de mi habitación. Recuerdo que, hace no mucho tiempo, sabía que había algo ahí. Calles, autos, algunos árboles, personas que andaban de un lado a otro. Mis padres y hermano yéndose a sitios que desconocía por decisión propia. Tomaba entonces un pequeño trapo de franela amarilla y trataba de aclarar los vidrios de mi ventana. Empezaba siempre por los bordes, luego seguía por las esquinas y al final iba por las lunas. Esto era un flagrante error de mi parte. Cuando limpiaba los bordes y las esquinas, ya manchaba el trapo de la suciedad que ahí anidaba. Entonces, cuando trataba de aclarar los cristales de mi ventana lo que hacía en realidad era ensuciarlos más y así seguir dificultando mi visión. A menudo me cansaba de no ver nada y abría mi ventana, pero de pronto sentía mucho frío y prefería cerrarla sin darme tiempo a abrir los ojos. Una sensación de ceguera y otra de opresión inundaban mis circuitos nerviosos. Supe que quería salir y finalmente descubrir por mí mismo lo que existía afuera. Si esos recuerdos vagos se habían mantenido en el tiempo. Si las calles, los autos, los árboles y las personas seguían siendo las mismas. Aunque esto parezca un obtuso deseo, no había cosa que deseara más.

Así que un día me decidí, tomé un abrigo de mi padre, una tapa de olla como escudo y una espada de juguete que me trajeron de Japón una navidad. No olvidé tomar prestados los anteojos de sol de mi madre, por si existieran luces que no pudieran soportar mis niñas, terminé por hurtar el amuleto de la suerte de mi hermano pequeño, que no era más que una pequeña medalla de oro falso que no sé dónde consiguió. Ese amuleto que, según él, era más efectivo que cualquier cruz que nos regalaran nuestras tías lejanas. Así, muy bien equipado, crucé la puerta de mi casa. Tan sólo al abrir la puerta el frío volvió a atacarme como cuando abría la ventana de mi habitación, pero lo superé gracias al abrigo que llevaba puesto. La luz también intentó afectarme, pero gracias a los lentes de sol no me hizo mayor daño. Seguí caminando a ver qué me encontraba. Una pista en blanco y negro y unos autos viejos y oxidados aparecieron frente a mí. Los árboles… Ya no eran algunos, eran muy pocos. La mayoría de ellos había desaparecido. Las personas no sólo eran más, sino que ahora eran más rápidas. Todos parecían muy apurados, como si algo urgente esperara por ellos en ese momento. Eran rápidos hasta para subirse a otros autos que pasaban de vez en cuando para dirigirlos a quién sabe dónde. Empecé a desesperarme al ver tanto apuro. Tomé la decisión de seguir avanzando siempre con mi escudo por delante y mi espada en guardia ante cualquier peligro. 

Traté de bordear la zona en la que se encontraba mi casa para no perderme y saber que mi familia siempre estaría al centro, esperando por mí, aunque no hayan notado que saliera. Más personas, eso vi, más gente apurada. Intentaba ignorarlos tanto como ellos a mí, hasta que ya no pude, y empecé a gritarles. Les preguntaba qué les pasaba, a dónde iban, por qué tanto apuro, pero nadie me respondió. Todos pasaban como entes fusionados con el viento, moviendo mis cabellos con sus fríos chorros de aceleración. Era triste. Quería llorar. Llorar un poco y luego regresar a casa para volver a encerrarme en mi habitación. Hasta que alguien me tocó el hombro. Lo vi. Era un tipo alto y gordo, de vestir poco elegante pero cómodo, llevaba puestos en las orejas unos audífonos en los que escuchaba música a un volumen bastante alto. Tan alto que yo escuchaba con claridad lo que él; una música extraña, poco comparable a todo lo que había oído antes. Dejé ese detalle en un plano secundario y le pregunté qué sucedía allí. Me dijo con extrañeza, «¿qué?, ¿no sabes que hoy se conmemora el año momia?». ¿‘Año momia’?, ¿qué era eso?, antes de que pudiera preguntárselo directamente me acarició la cabeza con suavidad y siguió su camino. Por mucho que traté de detenerlo no pude. Él siguió, y a paso cadencioso y paciente se perdió entre la gente apurada.

Seguí bordeando la zona con la ilusión de cruzarme con otro tipo similar, si no el mismo. Sólo seguí viendo pistas en blanco y negro, autos antiguos y oxidados estacionados, otros que llegaban y que transportaban cada vez más personas apuradas y desesperadas. Mi decepción fue inminente. De repente la luz del sol se fue, y con ella las personas y los autos. Las calles, que antes parecían vestirse en blanco y negro, estaban vacías y eran ahora rojizas gracias a las luces de los faros. Pretendía seguir bordeando la zona y recorrer toda la manzana bajo esas luces artificiales, pero estaba muy cansado y busqué una zona donde pudiera reposar. Encontré un árbol talado con un corazón repujado bruscamente en su corteza que tenía dentro tres letras. No le hice más caso al detalle porque sólo me importaba dormir un poco. Desperté con el ‘cucú’ de los pájaros y de los relojes de sala de todas las casas de la manzana. Pájaros y relojes parecían haberse unido para despertarme con su bullicio.

Cogí mis instrumentos de batalla, toqué el amuleto de mi hermano, y seguí andando. No recordaba por dónde había venido porque las calles eran todas iguales. Las personas apuradas, que ya habían aparecido, lo eran también. Opté por una dirección y seguí intentando bordear. Tenía la esperanza de llegar pronto a casa y volver a encerrarme. Que mi madre me sirviera esa deliciosa tartaleta de fresa una vez más. Que mi padre me diera un beso en la frente anunciando que se iría al trabajo. Que mi hermano me trajera otra vez esos bichos del jardín. Cavilando en la bicromía de estas calles, anduve con poco cuidado y mucha resignación hacia donde me guiara mi instinto. Había bajado ya mi espada y apaciguado mi escudo. Me había sacado ya los anteojos y el abrigo, aunque conservé colgada la medalla. Me había vuelto fuerte. Inmune. Ávido. Incluso sentía que había dejado de ser un niño para convertirme en un adulto grande y portentoso.

A lo lejos escuché los gritos de mamá. Había elegido la dirección correcta. Otra vez la luz del sol se fue, me abandonó. Llegaron las luces artificiales, pero la gente no se iba. Escuchaba sus tétricas voces por detrás. ¿Por detrás?, pensé. Giré mi cuerpo entero para ver con claridad lo que sucedía y entonces los vi. Eran muchas de esas personas, las desesperadas y apuradas, siguiendo mi andar. Mirarlas a los ojos me atiborró de temor y nerviosismo, pero noté que ellas me miraban con la ternura de quien espera un salvavidas en medio del océano, o una roca gigante en el bolsillo en medio de un huracán. Me veían como ven a su salvador. Asumí el reto con relativa calma porque sabía que mamá y papá me ayudarían a cargar el peso de mi nueva cruz. A llegar a casa, con toda esa multitud detrás, ellos me abrazaron con furor, me agradecieron emocionados, me enseñaron sus muñecas marcadas, como si recién se hubieran zafado de sus grilletes, y luego se mezclaron con las demás personas que estaban a mis espaldas.

Se volvieron parte de la masa, y entonces mi hermano se puso a mi lado. Cargaba nuevos bichos y estaba muy contento, luego me dijo que no estuviera triste, que todo estará bien. Otros niños aparecieron de pronto entre las calles rojizas, se pusieron a mis órdenes mostrándome sonrisas inexplicables y preciosas. Una fuerza me impulsó a andar junto a ellos hacia el otro lado de la manzana. Hacia ese lugar desconocido donde de seguro había nuevas luces y feroces peligros. La masa de personas, mis padres dentro de ella, y los niños, todos andamos hacia el experimento guiados por una luna que aparecía tímidamente a lo lejos, poco brillante y algo difusa, como si estuviera viéndola desde la ventana de mi habitación.

Inspirado en 'La luz de la manzana', de Luis Alberto Spinetta.

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