Querido padre:
Para cuando estés leyendo esto ya estaré algo lejos de mi cuarto, lugar donde has encontrado estos papeles. Mas no quería irme sin dejar algún rastro, alguna huella de lo que significaste para mí en estos veintiún años en los que estuvimos juntos. Para empezar debo decirte que para mí esto no es fácil, en realidad, ¿qué lo es?, tomar una decisión de esta naturaleza es algo muy complicado, incluso para quienes hemos tenido que vivir al margen de la duda, como en mi caso, en el cual desde muy pequeño me hiciste tomar determinaciones instantáneas y, en muchos casos, poco ortodoxas. Pero no me apena. Para nada me apena haber vivido de esa forma una etapa en la cual, supuestamente, debía tener todo el tiempo del mundo y toda la asesoría necesaria para poder dirigirme a un buen camino. Camino al cual jamás llegué a andar. Pero no me apena.
Padre, mi niñez la viví según tus deseos y destemplanzas; según tus magnitudes y tus desvaríos. Y fui la envidia de muchos, muchos que no tenían un padre como tú, tan bien vestido, como un enorme pingüino, brillante como el charol y oliendo tan bien como el shannel. Sí, padre, tu perfume fue, es y será siempre exquisito. Cuando llegabas a recogerme a la escuela todos mis amigos y amigas se me acercaban y se emocionaban. De pronto expresabas fastidio con tus azules ojos y así como llegaban, se iban. Se subían a los autos de sus padres, o a la odiosa movilidad escolar. Yo me subía a tu Porsche negro. Elegante. Bello. Como tú. Me hacías subir al asiento de mamá, ahí, al lado tuyo, y me colocabas el cinturón, me quedaba grande, “saca barriga, Tavo”, me decías, y aunque trataba de igualar a un enorme elefante sólo conseguía asimilarme a un delgado y pequeño mico de circo. Nunca te lo dije, pero en mi más anhelado sueño no me veía en el asiento de mamá: Me veía en la escuela esperándote, solo, y cuando llegabas, tu perfume hacía que todos mis amigos se acercaran, esta vez no los espantabas, los mirabas con dulzura, y de pronto les ofrecías subir al Porsche bello. Íbamos todos en el amplio asiento trasero jugando como los niños de ocho años que éramos, y luego, al llegar a casa, nos hacías pasar por el caminito hasta el salón de juegos, ese caminito por el cual pasé tantas cosas, muchas reales, otras, imaginarias y muchas otras que ni te imaginas, padre.
Pero todo quedó en un simple y hermoso sueño que se repitió constantemente durante varios años, hasta que comencé a crecer, y todo se comenzó a complicar, ¿no padre?
Crecer complica mucho las cosas, aunque mientras creces maduras y la madurez se transforma en el contrapeso de toda la suciedad que se va adquiriendo con los años. Sí, la ciudad contamina y por eso me mandabas a la hacienda del tío Santiago, en Cajamarca. Una, dos, tres semanas sin oler el desagradable humo capitalino, y tú en Lima, trabajando, en aquel enorme edificio cuyo color parecía conjugar muy bien con la “panza de burro” que tiene la ciudad como cielo. Pero no me apena padre, no me apena haber cumplido los doce años en aquella gran hacienda rodeado de cerros verdes y de hermosos caballos pura sangre. Mientras mi tío Santiago, su esposa Madeleine y su mascota cuyo extraño nombre no recuerdo, trataban de reemplazarte y hacerme creer que no me hacías falta. Padre, sí me hiciste falta aquellas tardes de febrero, sea en Cajamarca con tu hermano, en Ica con la hermana de mamá, o en Chile con mi abuelo Humberto. Mamá murió cuando yo tenía cuatro años, ¿recuerdas padre?, acababa de dar a luz a Lucía. Sí, es cuatro años menor que yo, pero creció mucho más rápido, y ahora la ves: viviendo con unas amigas, y no yendo a la academia; y aunque a veces he escuchado la palabra “puta” salir de tus labios mientras hablan por teléfono en las madrugadas, sé que la amas, porque se parece a mamá. Y que ella te hace mucha falta es una realidad latente e innegable. Pero padre, no es de Lucía de lo que quiero hablarte para firmar mi despedida, sino de las cosas que pasaron después de aquellos cumpleaños donde estuviste ausente, de aquellos regalos que llegaron sin ti. Te esperé mucho tiempo y aún estando en Lima y viviendo en tu casa te sentía lejos. De pronto tu perfume me comenzó a oler a nada y tus azules ojos comenzaban a adquirir ribetes arrugados, como bellas cataratas del agua más azul pintadas en pergaminos. Comencé a alejarme de ti, así como tú te alejabas de mí. Terminé el colegio y créeme, contrariamente a lo que muchos piensan, te esperé en la graduación y en la fiesta de promoción, cuando elegiste a mi prima Claudia como pareja mía. El Regatas lucía tan desolado esa noche. No estabas conmigo, me sentía mal y Claudia, no sé si por compasión o por los tragos demás, fue la primera chica que besó mis labios. O debo decir, la primera y la última. ¿Sabías eso, padre?, ¿te lo llegué a contar? Sí, alguna vez besé a una mujer, no como tú crees, sé lo que son esos carnosos y siempre acuosos labios femeninos, lástima que fue mi prima y no la reina de la primavera, sino todos se hubieran enterado de lo galanezco que puedo ser. Seguro que te estás riendo ¿no padre?, no sé qué estás pensando, porque en realidad te conozco muy poco. Luego llegó la siguiente etapa y te luciste como el mejor padre al pagar miles y miles de dólares en aquella universidad, tan particular, demasiado diría yo. Y ahí lo conocí, padre, ahí conocí a Javier. No sé si lo sigues odiando, en realidad no sé si sigues leyendo esta carta mal redactada, pero quería decirte algo: a veces aparecen personas que cambian el rumbo de tu vida, personas que reconstruyen lo destruido y construyen lo que nadie jamás se atrevió. Se puede decir que tú destruiste lo poco que construí, querido padre, y que las mujeres jamás construyeron nada en mí, excepto un sinfín de amistades, y una compresión que ya quisiera que tuviesen los hombres, como yo. Porque soy hombre ¿no, padre? Por lo menos así figura en mi partida de nacimiento y en mi DNI. Lamento mucho cómo se dio todo, me hubiese gustado llevarlo con calma, tranquilidad, y esa frialdad que parece encantarte tanto. Pero no soy así. No soy como tú. No tengo esa suerte, padre.
Fue hace tres semanas cuando Javier me propuso ir a Europa con él, considerando que ya terminamos nuestras carreras, y que además somos buenos profesionales. Él es todo un administrador. No lo conoces ¿verdad, padre? Sólo sabes de él porque te lo mencioné. Y nada más. Sólo puedo decir que es diferente entre los diferentes, que es seis años mayor que yo y punto. Acepté su propuesta porque seríamos felices allá, lejos de gente que se oponga al sentimiento puro, tan puro, que proviene de nuestros seres. Lo que aún no tengo claro es el país, hay varias opciones, pero según lo que leí en algunos correos electrónicos suyos (husmeé un poco) todo parece indicar que será Francia. Ya has ido allá muchas veces ¿no, padre?, en el cuarto grande hay una foto tuya con mamá y atrás la preciosa y enorme torre Eiffel. Abajo del mueble viejo, en el cajón barnizado y apolillado, encontré muchas fotos más, todas tuyas, todas con mamá, en diferentes partes del mundo. No sé porqué jamás me contaste nada sobre esos viajes. Mucho trabajo seguramente ¿no, padre?, siempre tuviste mucho trabajo. Si todo sale bien partiremos a finales de este año, por mientras estaremos viviendo en su departamento, está aquí cerca, en San Isidro, pero lejos de tu edificio color “panza de burro”. Como te habrás dado cuenta todas mis cosas ya están allá. No eran muchas después de todo. La mudanza fue en tiempo record. Todo con la consigna de irme y dejar que vivas sin mí, librándote de mis locuras.
De modo que no tendré la suerte de volverte a ver, por lo menos en un buen periodo de tiempo. Me despido, padre, no sin antes decirte que a pesar de conocerte poco, siento un cariño enorme hacia a ti. Un complejo de Electra que sigue en mí a pesar de los años, tal vez esté enamorado de ti también porque siempre fuiste un enigma para mí. Y porque, como dándole la contra a los años de exclusión que tuviste conmigo, siempre seguí tus pasos tratando de imitarte, de seguir el buen camino. No pude, padre, no pude. Espero que todo te siga saliendo bien, que sigas con autos bellos, como tú. Que sigas con tus fuertes miradas, que te dan un aire de exclusividad muy tuyo. Que sigas con esa firmeza. Eres joven, y te doy un consejo, absurdo proviniendo de un muchacho veinticinco años menor, pero que me gustaría, tomes en cuenta: si la vida te da la oportunidad de tener otro hijo, y descubres que “no es como los demás”, ámalo mucho. Mucho.
Adiós padre,
Tu hijo, Gustavo.
P.D.: Javier estuvo llorando en la madrugada de anoche (¿notaste que no llegué a casa?), en el balcón de la habitación. Tenía una especie de sobre medio abierto en la mano, como los que dan en los centros médicos. Comenzó a hablar solo, entre sollozos, decía algo como: “¿por qué no lo supe antes?, perdóname Tavito, perdóname”, espero que no sea nada malo.
Para cuando estés leyendo esto ya estaré algo lejos de mi cuarto, lugar donde has encontrado estos papeles. Mas no quería irme sin dejar algún rastro, alguna huella de lo que significaste para mí en estos veintiún años en los que estuvimos juntos. Para empezar debo decirte que para mí esto no es fácil, en realidad, ¿qué lo es?, tomar una decisión de esta naturaleza es algo muy complicado, incluso para quienes hemos tenido que vivir al margen de la duda, como en mi caso, en el cual desde muy pequeño me hiciste tomar determinaciones instantáneas y, en muchos casos, poco ortodoxas. Pero no me apena. Para nada me apena haber vivido de esa forma una etapa en la cual, supuestamente, debía tener todo el tiempo del mundo y toda la asesoría necesaria para poder dirigirme a un buen camino. Camino al cual jamás llegué a andar. Pero no me apena.
Padre, mi niñez la viví según tus deseos y destemplanzas; según tus magnitudes y tus desvaríos. Y fui la envidia de muchos, muchos que no tenían un padre como tú, tan bien vestido, como un enorme pingüino, brillante como el charol y oliendo tan bien como el shannel. Sí, padre, tu perfume fue, es y será siempre exquisito. Cuando llegabas a recogerme a la escuela todos mis amigos y amigas se me acercaban y se emocionaban. De pronto expresabas fastidio con tus azules ojos y así como llegaban, se iban. Se subían a los autos de sus padres, o a la odiosa movilidad escolar. Yo me subía a tu Porsche negro. Elegante. Bello. Como tú. Me hacías subir al asiento de mamá, ahí, al lado tuyo, y me colocabas el cinturón, me quedaba grande, “saca barriga, Tavo”, me decías, y aunque trataba de igualar a un enorme elefante sólo conseguía asimilarme a un delgado y pequeño mico de circo. Nunca te lo dije, pero en mi más anhelado sueño no me veía en el asiento de mamá: Me veía en la escuela esperándote, solo, y cuando llegabas, tu perfume hacía que todos mis amigos se acercaran, esta vez no los espantabas, los mirabas con dulzura, y de pronto les ofrecías subir al Porsche bello. Íbamos todos en el amplio asiento trasero jugando como los niños de ocho años que éramos, y luego, al llegar a casa, nos hacías pasar por el caminito hasta el salón de juegos, ese caminito por el cual pasé tantas cosas, muchas reales, otras, imaginarias y muchas otras que ni te imaginas, padre.
Pero todo quedó en un simple y hermoso sueño que se repitió constantemente durante varios años, hasta que comencé a crecer, y todo se comenzó a complicar, ¿no padre?
Crecer complica mucho las cosas, aunque mientras creces maduras y la madurez se transforma en el contrapeso de toda la suciedad que se va adquiriendo con los años. Sí, la ciudad contamina y por eso me mandabas a la hacienda del tío Santiago, en Cajamarca. Una, dos, tres semanas sin oler el desagradable humo capitalino, y tú en Lima, trabajando, en aquel enorme edificio cuyo color parecía conjugar muy bien con la “panza de burro” que tiene la ciudad como cielo. Pero no me apena padre, no me apena haber cumplido los doce años en aquella gran hacienda rodeado de cerros verdes y de hermosos caballos pura sangre. Mientras mi tío Santiago, su esposa Madeleine y su mascota cuyo extraño nombre no recuerdo, trataban de reemplazarte y hacerme creer que no me hacías falta. Padre, sí me hiciste falta aquellas tardes de febrero, sea en Cajamarca con tu hermano, en Ica con la hermana de mamá, o en Chile con mi abuelo Humberto. Mamá murió cuando yo tenía cuatro años, ¿recuerdas padre?, acababa de dar a luz a Lucía. Sí, es cuatro años menor que yo, pero creció mucho más rápido, y ahora la ves: viviendo con unas amigas, y no yendo a la academia; y aunque a veces he escuchado la palabra “puta” salir de tus labios mientras hablan por teléfono en las madrugadas, sé que la amas, porque se parece a mamá. Y que ella te hace mucha falta es una realidad latente e innegable. Pero padre, no es de Lucía de lo que quiero hablarte para firmar mi despedida, sino de las cosas que pasaron después de aquellos cumpleaños donde estuviste ausente, de aquellos regalos que llegaron sin ti. Te esperé mucho tiempo y aún estando en Lima y viviendo en tu casa te sentía lejos. De pronto tu perfume me comenzó a oler a nada y tus azules ojos comenzaban a adquirir ribetes arrugados, como bellas cataratas del agua más azul pintadas en pergaminos. Comencé a alejarme de ti, así como tú te alejabas de mí. Terminé el colegio y créeme, contrariamente a lo que muchos piensan, te esperé en la graduación y en la fiesta de promoción, cuando elegiste a mi prima Claudia como pareja mía. El Regatas lucía tan desolado esa noche. No estabas conmigo, me sentía mal y Claudia, no sé si por compasión o por los tragos demás, fue la primera chica que besó mis labios. O debo decir, la primera y la última. ¿Sabías eso, padre?, ¿te lo llegué a contar? Sí, alguna vez besé a una mujer, no como tú crees, sé lo que son esos carnosos y siempre acuosos labios femeninos, lástima que fue mi prima y no la reina de la primavera, sino todos se hubieran enterado de lo galanezco que puedo ser. Seguro que te estás riendo ¿no padre?, no sé qué estás pensando, porque en realidad te conozco muy poco. Luego llegó la siguiente etapa y te luciste como el mejor padre al pagar miles y miles de dólares en aquella universidad, tan particular, demasiado diría yo. Y ahí lo conocí, padre, ahí conocí a Javier. No sé si lo sigues odiando, en realidad no sé si sigues leyendo esta carta mal redactada, pero quería decirte algo: a veces aparecen personas que cambian el rumbo de tu vida, personas que reconstruyen lo destruido y construyen lo que nadie jamás se atrevió. Se puede decir que tú destruiste lo poco que construí, querido padre, y que las mujeres jamás construyeron nada en mí, excepto un sinfín de amistades, y una compresión que ya quisiera que tuviesen los hombres, como yo. Porque soy hombre ¿no, padre? Por lo menos así figura en mi partida de nacimiento y en mi DNI. Lamento mucho cómo se dio todo, me hubiese gustado llevarlo con calma, tranquilidad, y esa frialdad que parece encantarte tanto. Pero no soy así. No soy como tú. No tengo esa suerte, padre.
Fue hace tres semanas cuando Javier me propuso ir a Europa con él, considerando que ya terminamos nuestras carreras, y que además somos buenos profesionales. Él es todo un administrador. No lo conoces ¿verdad, padre? Sólo sabes de él porque te lo mencioné. Y nada más. Sólo puedo decir que es diferente entre los diferentes, que es seis años mayor que yo y punto. Acepté su propuesta porque seríamos felices allá, lejos de gente que se oponga al sentimiento puro, tan puro, que proviene de nuestros seres. Lo que aún no tengo claro es el país, hay varias opciones, pero según lo que leí en algunos correos electrónicos suyos (husmeé un poco) todo parece indicar que será Francia. Ya has ido allá muchas veces ¿no, padre?, en el cuarto grande hay una foto tuya con mamá y atrás la preciosa y enorme torre Eiffel. Abajo del mueble viejo, en el cajón barnizado y apolillado, encontré muchas fotos más, todas tuyas, todas con mamá, en diferentes partes del mundo. No sé porqué jamás me contaste nada sobre esos viajes. Mucho trabajo seguramente ¿no, padre?, siempre tuviste mucho trabajo. Si todo sale bien partiremos a finales de este año, por mientras estaremos viviendo en su departamento, está aquí cerca, en San Isidro, pero lejos de tu edificio color “panza de burro”. Como te habrás dado cuenta todas mis cosas ya están allá. No eran muchas después de todo. La mudanza fue en tiempo record. Todo con la consigna de irme y dejar que vivas sin mí, librándote de mis locuras.
De modo que no tendré la suerte de volverte a ver, por lo menos en un buen periodo de tiempo. Me despido, padre, no sin antes decirte que a pesar de conocerte poco, siento un cariño enorme hacia a ti. Un complejo de Electra que sigue en mí a pesar de los años, tal vez esté enamorado de ti también porque siempre fuiste un enigma para mí. Y porque, como dándole la contra a los años de exclusión que tuviste conmigo, siempre seguí tus pasos tratando de imitarte, de seguir el buen camino. No pude, padre, no pude. Espero que todo te siga saliendo bien, que sigas con autos bellos, como tú. Que sigas con tus fuertes miradas, que te dan un aire de exclusividad muy tuyo. Que sigas con esa firmeza. Eres joven, y te doy un consejo, absurdo proviniendo de un muchacho veinticinco años menor, pero que me gustaría, tomes en cuenta: si la vida te da la oportunidad de tener otro hijo, y descubres que “no es como los demás”, ámalo mucho. Mucho.
Adiós padre,
Tu hijo, Gustavo.
P.D.: Javier estuvo llorando en la madrugada de anoche (¿notaste que no llegué a casa?), en el balcón de la habitación. Tenía una especie de sobre medio abierto en la mano, como los que dan en los centros médicos. Comenzó a hablar solo, entre sollozos, decía algo como: “¿por qué no lo supe antes?, perdóname Tavito, perdóname”, espero que no sea nada malo.
1 comentario:
Tio de donde sacaste todo esto? tu lo inventas? me sorprendes mendez
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