Cuando Jacobo iba por las calles, tratando de pensar en qué hacer con su vida, nunca imaginó que en uno de esos recorridos conocería a Reina, la reina del barrio de San Lucas. A diez casas de la suya, vivía ella, tan linda y candente como sus diecisiete años lo permitían. Una de esas tardes, el arquerito de los 'Diablos Rojos de San Lucas', tomó el primer camino hacia la canchita para jugar. Ya era tarde, llegaría impuntualmente, como de costumbre, entonces empezó a correr cabizbajo, hasta que se tropezó y se dio tres vueltas en el suelo mojado por la insistente llovizna. Jacobo escuchó unas risas provenientes de la vereda del frente. Cuando, enfadado y avergonzado, trató de ubicar a los propietarios de esas risas, divisó la sonrisa de Reina entre seis más, amigos y amigas, que la acompañaban en la puerta de su casa. El enfado se terminó y sólo quedó la vergüenza. Reina era bella, claro que sí, y su sonrisa iluminaba incluso las calles más oscuras de la barriada. Jacobo siguió su camino pensando en esa sonrisa que había dado un toque de luz a su alma oscura y dubitativa. Esa misma tarde, tuvo una actuación deportivamente horrenda.
Sus compañeros de equipo no se explicaban el porqué de sus fallas bajo los tres palos del arco que defendía. Los 'Diablos' perdieron cinco a tres contra el 'América de San Carlos', y de esos cinco goles, cuatro fueron a causa de su inusual desconcentración, porque, hay que decirlo, lo único que sabía hacer bien, el buen Jacobo, era tapar todo tipo de remates, gracias a su infinita elasticidad y un instinto que el profe Cuadros no había visto nunca antes en el barrio. Pero esa tarde le tocaría puteo.
Al ser nuevo en el barrio, Jacobo Pérez no tenía amigos. Sus compañeros de equipo apenas e intercambiaban palabras con él, siempre en la cancha de fútbol. Muchos de ellos vivían en el mismo barrio, San Lucas, pero pocos tenían la valentía de acercarse un poco más a tan huraño y tímido personaje. Es más, para ser recluído en el principal equipo del barrio, Jacobo tuvo que recibir los empujones de su madre, doña Fina, quien confiaba en él, más que él mismo. Fue ella quien lo impulsó a probarse en aquella convocatoria y fue por ella, finalmente, que el profe Cuadros descubrió su potencial y ahora lo tenía en el primer equipo, disputando el torneo Inter-barrios. A pesar de nunca decirlo, Jacobo estaba agredicido con su madre, aunque profundamente envuelto en sus propias ideas locas. Él quería ser doctor. Sí, doctor, médico, un salvador de vidas por excelencia. A sus diecinueve años, sabía que era el momento de elegir entre lo que más añoraba ser y lo único para lo que servía: el fútbol.
A Jacobo Pérez no le gustaba jugar. Lo hacía porque no sabía hacer otra cosa, y fue así desde siempre. De modo que no estaba en sus planes hacerse futbolista profesional ni mucho menos, sino más bien juntar algo de plata para irse a Lima a seguir la cara carrera de Medicina. Por mientras, los hinchas de San Lucas gritaban y festejaban sus atajadas. Sin saberlo, se había vuelto pieza indispensable del equipo.
Jacobo ya se había enamorado antes y los efectos fueron similares, bajas notas cuando estuvo en el colegio y desconcentración en las canchas. Pero haberse enamorado meramente de una sonrisa, era algo que lo desconcertaba aún más. Él tenía que hablarle, tenía que conocerla - "sólo así ..." - pensaba - "... me decepcionaré de ella y me la podré sacar de la cabeza". El buen arquero pensaba que, como sucedió algunas otras veces, conociendo a aquella muchachita, se daría con la sorpresa de que sólo le gustaba su sonrisa. Quizás, sólo quizás, encontraría rápidamente sus defectos más saltantes. Tal vez una enorme y tosca nariz, tal vez un par de ojos chuecos, o tal vez, una turgente chiquilla que, como tantas otras, se creía rica. Fue así que decidió luchar contra su propia timidez y salió en busca, esa misma tarde, de la chica que lo había desconcentrado en su casi impenetrable hábitat: el arco.
Llegó a su casa por un camino alterno, como dándole tregua a sus naturales temores. Se bañó y salió a la calle, diciéndole a su madre que iría a una cabina de Internet - "¡¿Internet!?" - se preguntó doña Fina, riéndose sabiamente, con la certeza de que su hijo había salido por otros menesteres. No le puso traba alguna y Jacobo salió sin inconvenientes. Ya en su calle, se acercó al lugar donde horas antes se había tropezado. Calculó el lugar de donde se oyeron las risas, finalmente, dio con la casa donde vio la sonrisa de Reina, pero no había nadie. Esperó diez, veinte, treinta minutos, pero no Reina no salía. Jacobo empezaba a desesperarse, al menos quería saber su nombre, pero la oportunidad no llegaba. Entonces sucedió algo inesperado. Un hombre de, aproximadamente, cuarenta años, llegó en un auto con letrero de "Taxi", y se estacionó justo al borde de aquella casa. El hombre bajó del vehículo y trató de reconocer a quien estaba al frente de su domicilio. Jacobo se asustó un poco, pero permaneció quieto. El hombre se acercó y le preguntó - "¿sí?, ¿a quién buscas?" - Jacobo no respondió y siguió quieto, el hombre insistió - "¿a quién buscas?" - mientras se iba acercando al joven. Entonces lo reconoció - "¿Pérez, no?" - Jacobo se sorprendió, ¿cómo lo conocía?, no tenía idea, hasta que escuchó la explicación - "chiquillo, tapas de puta madre, pero me han contado que hoy la cagaste un poco, no te preocupes, yo también fui arquero cuando tenía tu edad, sé que ese puesto es el más difícil, un delantero se puede equivocar, un volante también, hasta un defensa, pero un arquero nunca, así es el fútbol, pero sigue así, sólo ha sido una tarde de mierda, sigue así Pérez" - Jacobo comprendió todo, y no tuvo mejor idea que complementar lo dicho por el taxista, a manera de respuesta - "sí, señor, fue una tarde de mierda, discúlpeme".
Aquel hombre sonrió amablemente y, tras darle una palmada en la espalda y desearle suerte, se acercó a la puerta donde Jacobo había visto a la sonrisa más bella de su vida. Por la ventana del segundo piso, una cabeza con cabello crespo y largo, salió gritando: "¡hola pa'!" - sí, era ella, era Reina. La quietud de Jacobo se volvió petrificación. Reina lo miraba mientras su padre, aquel taxista hincha de los 'Diablos Rojos de San Lucas', entraba cansado a su hogar.
La historia de Reina y Jacobo se empezó a escribir en aquella tarde que de a pocos se hacía noche. Ella metió la cabeza por su ventana y la cerró con fuerza, estaba avergonzada, puesto que pensaba que Jacobo se había acercado a su casa para recriminarle las burlas ocasionadas por su aparatosa caída. Dentro de su hogar, Reina se encontró en una encrucijada, ¿salir o no salir?, ¿disculparse o dejarlo así?, no aguantó su dilema y se lo contó a su padre, quien estaba por empezar a cenar. Él le contó que Jacobo era el principal arquero del equipo del barrio y le aconsejó que lo mejor que podía hacer era disculparse por tamaña malcriadez. Entonces abrió la puerta de su casa, salió sacando medio cuerpo, y vio que Jacobo se estaba yendo por donde vino - "¡espera, arquero!" - gritó Reina. Jacobó volvió su mirada y escuchó embelesado - "disculpa por lo de hace un rato, es que tu caída dio mucha risa, sorry, no pasará de nuevo, ¿discúlpame, sí? " - ¡cómo no disculpar a una chiquilla tan agridulce, a esa perfecta amalgama entre inocencia y sensualidad, a esa niña que, por un instante, hizo olvidar a Jacobo sus problemas existenciales y lo hizo comerse cuatro goles!, aún así, el joven sólo tuvo entereza para asentir con la cabeza, mientras que Reina soltó nuevamente esa sonrisa tan lumínica, culminando su vindicación con un: "tapa bien, ya?, ¡nos vemos!" que removió aún más la imaginación del portero.
Jacobo no sabía ni su nombre, pero sabía que pensaría en ella lo que quedaba de ese día, más el día siguiente, más, quizás, los próximos diez años de su vida. Llegó a su casa y se dirigía a su habitación para descansar, entonces doña Fina le preguntó: "¿qué tal el Internet?" - él respondió - "mamá no me digas nada, hoy tuve un día de ..."
- "¿qué dijiste, hijo?, ¿un día de qué?"
- "No mamá, nada, hoy tuve un muy buen día. Hasta mañana"
Al día siguiente, Jacobo fue temprano a su entrenamiento y volvió a ser el mismo gran arquero de siempre. Sin premeditarlo, había conseguido, de la misma fuente, algo mejor que la desconcentración: la inspiración.
( Segundo extracto de "Hijos del Consuelo")
( Segundo extracto de "Hijos del Consuelo")
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