Cuando José Luis Pajuelo Pajares se vio en aquella cama de hotel, completamente desnudo, paralizado hasta los huesos y erecto hasta el techo, se dio cuenta de que no sabía qué hacer. Se puso a pensar en las miles de veces que visitó aquel puesto en Polvos Azules, en busca de una buena porno para comenzar sus largas jornadas masturbatorias. Se puso a pensar en las tantas madrugadas en las que no soñó por seguir manchando sus manos, calzoncillo, pantalón y sábanas. Se puso a pensar en tantas reuniones sociales que despreció sólo por seguir alucinándose a su culona compañera de clase, la que dicho sea de paso movió incompasivamente su enorme culo en esas reuniones a las que José faltó.
Finalmente, antes de que aquella puta de invierno se sentara en su alterado miembro viril, José empezó a remembrar el porqué de las cosas desde el comienzo. El porqué de su actual comportamiento, el porqué es así, como es, tan excitable, tan arrecho, tan fácil. El porqué de que, después 34 años de larga espera, decidió contratar a una curtida y deslucida prostituta de la Plaza Manco Cápac. Recordó y recordó, y en cuestión de segundos armó un enorme y complicado rompecabezas.
Desde muy chico José empezó a explorar las virtudes del auto-placer. Cuando tenía diez años gustaba de enseñar su pequeño pene a sus compañeras de clase, quienes se mofaban sin piedad; tal muestra de supuesta virilidad hacía que José se sintiera más hombre que el resto, y se ganó cierto respeto entre sus compañeros. Las cosas no cambiaron nada y llegó la secundaria. Mientras algunos ya pensaban en condones y píldoras anticonceptivas, José seguía mostrando su pene, enamorado de sus propias perversiones, pero cada vez más rechazado por su troglodita prerrogativa. Tenía 13 años cuando Úrsula de la Quintana no dudó en decirle algo que le marcaría la vida. Pero antes José recordó quién era aquella bella niña de los ojos saltones y de los labios mamones. Llegó a su escuela cuando cursaban primero de secundaria y todos los machos cabríos se morían por sus movimientos pélvicos. Todo era sexo, todo era eso, y José no estaba exento de tal comportamiento animal. No dudó en enseñarle el pene la primera vez que fue a clase. En esa ocasión Úrsula viró su rostro hacia otro lado, mientras medio salón se carcajeaba, algunos ya por compromiso. Varias mujeres lo habían hecho antes, habían volteado la cara al ver a Pajuelo mostrar sus partes íntimas, pero a José jamás le había dolido tanto ese tipo de actitud. Y vaya que le dolió: se acercó a ella con sigilosa maña, le agarró la mano derecha y se la aferró al pene, Úrsula lo escupió, dejándole la cara absolutamente pegajosa y hasta con una tonalidad verdosa producto de la gripe que experimentaba. El salón se echó a reír, y José fue llevado por milésima vez a la dirección.
Ya en aquel oscuro rincón del colegio las ventanas abiertas no amilanaban su sudor. Había sido advertido una y otra vez sobre esos comportamientos. Pero José tenía un padre relativamente adinerado en el distrito y era muy difícil que lo echaran, mas no estaba exonerado de llamadas de atención y suspensiones fortuitas. Sin embargo aquella vez era diferente, su propio padre, al enterarse de su nuevo acto de impudicia, sugirió que sea expulsado, acotando que no gastaría un centavo en ponerlo en un nuevo colegio, lo que implicaría perder un año escolar y con él diversas experiencias de las que José no quería ser marginado. El director ya firmaba la carta de expulsión, cuando súbitamente alguien tocó la puerta de vidrio con desesperación. Era ella, era Úrsula. Había llegado corriendo desde su salón, motivada por un intento de salvación que José no olvidaría jamás – “yo fui quien le tocó el pene, señor director, si va a expulsar a alguien le ruego me expulse a mí” – tal acto era incomprendido por todos los presentes, profesores, auxiliares, el director y el mismo José; todos atónitos, petrificados. José se volvió a salvar de una expulsión segura y Úrsula pagaría el precio de su heroísmo al ser cruelmente bautizada como Úrsula “de la Pingana”.
Luego de varios meses de incertidumbre, José se acercó a Úrsula para agradecerle, lo había pensado muchas veces mientras estaba solo, y finalmente se había decidido a dar ese importante paso, para fomentar una buena relación con su redentora. Las gracias habían llegado tarde, Úrsula ya odiaba a José. Entonces todo volvió a irse a la mierda. José volvió a ser el de siempre, mostrando su pene a diestra y siniestra, quizás con más cuidado para no ser descubierto pero con la misma mirada impúdica e insaciable. Ya estaban en cuarto de secundaria. Entonces Úrsula, ya más desarrollada y recorrida, habló y habló para siempre dentro de la mente de José, diciéndole una frase simple pero enterradora, completamente lapidaria, absolutamente acertada, cual rayo divino del mismo Zeus: “tu pene ya aburre”.
Las risas y mofas se contaban en cantidades de mayorista. Prácticamente todo el colegio, alumnos de otros grados, y hasta profesores, se acercaron a José sólo para tener el placer de burlarse de aquel odioso muchacho que les había hecho la vida tan difícil durante tantos años. Nadie se imaginaba que la vida de José cambiaría para siempre. Desde ese día asistía a las clases, no hablaba con nadie, abría sus libros, apuntaba lo que quería apuntar, y luego se marchaba a casa sin mencionar palabra alguna. Al llegar a su hogar encontraba la soledad que más lo atormentaba pero de la que termino enamorándose. Fue entonces cuando tomó un periódico chicha, buscó la página central, avizoró a una voluptuosa vedette y empezó a masturbarse sin piedad, como si odiara aquel pene que con tanto ahínco había mostrado en sus años escolares. Cuando experimentó su primer orgasmo la sensación fue cataclísmica pero acogedora; José había descubierto que el placer no sólo se podía encontrar en una peluda y apestosa vagina, sino también en la calidez de sus manos. Sin embargo, a pesar de ese importante hallazgo, José se dio cuenta de que no podía dejar de pensar en Úrsula, las dudas circundaban en su mente: ¿por qué lo ayudó?, ¿por qué lo salvó?, ¿por qué no lo cagó?; luego pensaba en su rostro lívido, en su voz ronquita, en su cadencia, en su cuerpo, y en su magnética forma de ser, lo que la había llenado de amigos y amigas a pesar de su inenarrable apelativo de “la Pingana”. La respuesta era simple, José se había enamorado.
Guardó celosamente ese amor durante un año más, hasta que, finalmente, llegaría aquel viaje de promoción que tantos esperaban para dar paso a su hombría sexual. A pesar de la voceada relación entre Úrsula y un compañero de clase, José preparó fríamente un plan que lo haría tener un buen lapso de 15 minutos con ella, en el pasillo del hotel cusqueño. Pajuelo tenía cerebro, vaya que sí. Le pagó 50 soles a otra compañera para que distraiga al novio, y justo cuando él lo planeaba Úrsula había salido bien bañada de su habitación para dirigirse al lobby, donde todos los demás aguardaban. José la interceptó, mientras en otro pasillo, la pagada compañera y el novio sostenían un intercambio de fluidos. Él no esperó mucho: “¿por qué me salvaste ese día?” – “¿qué haces aquí?” – “dime, ¿por qué me salvaste?, ¿te gustaba?” – “oye me están esperando abajo, no me jodas ahora, ¿para eso viniste?, pensé que viajar te haría bien, baja y tírate una chola, pero a mí no me jodas” – “a mí siempre me gustaste, te amo” – un silencio sepulcral devino de aquel pasillo; entonces se escuchó un fuerte gemido, el instinto de Úrsula entró en acción, apartó a José del camino, corriendo a 50 kilómetros por hora, llegó a un pasillo aledaño, era su amado novio, era la pagada compañera, se habían demorado más de lo previsto. Lo siguiente fue lo usual, Úrsula no quiso salir de su cuarto hasta que regresaran a Lima. Toda la promoción se enteró del suceso, pero fieles al egoísmo adolescente el alboroto duró poco y todos salieron a una discoteca. José volvió a quedarse a la expectativa. A las 2 de la mañana tocó su puerta, y escuchó un fuerte “¡lárgate!”, ella sabía que era él. José no respondía, se quedó sentado en la puerta como un perro aguardando a su compañera en celo. La paciencia dio sus frutos y Úrsula abrió la puerta; entonces José vio sus sueños haciéndose realidad pero siempre en su utópica cabeza, se imaginó en fracción de segundos haciéndole el amor a su musa, hasta que el sol salga, hasta que los demás vengan y los encuentren desnudos en la cama; las ilusiones son fáciles de desvanecerse y Úrsula lo hizo rápido: lo abrazó casi media hora, mientras mojaba sus hombros con sus lágrimas, e indirectamente su calzoncillo amarillo, entonces otras palabras inolvidables provinieron de sus sensuales labios, José no las olvidaría jamás: “Yo sé que tú eres diferente, pero no lo has demostrado, te salvé porque quería que todos sepan que hasta alguien como tú puede cambiar su forma de comportarse, pero ni siquiera lo agradeciste, sólo seguiste con tus huevadas, a mí me cagaron, pero siempre supe que eras diferente, en realidad eres diferente, sólo tienes que demostrarlo; enamórate de verdad, pero empieza por ti, limpia los cayos de tus manos y verás cómo cambia tu vida; hoy la mía cambió, José, pero de aquí a unos años veremos para qué lado, ahora márchate a tu cuarto, con tu silencio bastará para saber que me entendiste, vete, vete ya”; entonces se le cayó el cigarro de la boca y aterrizó justo en su entrepierna; las llamas perforaron rápidamente su blue jean y quemaron gran parte de sus células dejándole una fea herida en la ingle. José se sentía peor, pero atinó a quedarse callado mientras Úrsula lo seguía largando. Finalmente se fue.
Al año siguiente Pajuelo se enteró de que Úrsula se había mudado lejos. Su padre fue despedido de la empresa donde laboraba y tuvieron que pasar todas sus cosas de clase media a un humilde pueblo joven en el cono norte. Aunque trató de ubicarla levemente, no pudo y siguió su vida. Desde aquel día en Cusco José se prometió a sí mismo masturbarse hasta que encuentre a una mujer como Úrsula. Llegó la universidad y con ella millones de oportunidades para acontecer su primera vez, pero siempre se negaba asistir a reuniones donde sabía que más de una fácil lo estaría aguardando en la cama por un par de tragos. Sus manos se volvieron duras y temblorosas, así acabó la universidad, casi sufriendo de una suerte de mal de Parkinson, provocado por su exceso de paja. Se había vuelto un coleccionista de películas porno, tenía en su arsenal casi 300 películas anglosajonas, 150 brasileñas; 50 europeas, 30 asiáticas, 20 africanas y unas 10 de peruanas calentonas que se había bajado vía Internet. Además ostentaba una portentosa muñeca inflable de 300 dólares que había adquirido por e-bay. José ya había conseguido estabilidad en su trabajo, ganaba relativamente bien, y sus familiares y amigos, extrañados por no verlo casi nunca con ninguna chica – salvo sus esporádicas amigas consejeras -, le preguntaban siempre de manera odiosa sobre el futuro de su vida sentimental. José siempre se debatía entre mandarlos a la concha de su madre o decirles que “pronto habrán sorpresas”; casi siempre ganaba lo segundo, pero la sucesión de Úrsula simplemente no aparecía. Entonces decidió volver a buscar a la misma Úrsula de la Quintana, aquella niña que lo salvó de una expulsión segura, aquella niña que lo cagó con una sola frase, y que finalmente acabó enamorándolo con una brutal naturalidad. La búsqueda fue en vano, lo intentó por todos los medios, Hi-5, Facebook, pero no había rastro suyo. José sabía que sólo podía hacer una cosa, seguir esperando y seguir masturbándose.
Finalmente, antes de que aquella puta de invierno se sentara en su alterado miembro viril, José empezó a remembrar el porqué de las cosas desde el comienzo. El porqué de su actual comportamiento, el porqué es así, como es, tan excitable, tan arrecho, tan fácil. El porqué de que, después 34 años de larga espera, decidió contratar a una curtida y deslucida prostituta de la Plaza Manco Cápac. Recordó y recordó, y en cuestión de segundos armó un enorme y complicado rompecabezas.
Desde muy chico José empezó a explorar las virtudes del auto-placer. Cuando tenía diez años gustaba de enseñar su pequeño pene a sus compañeras de clase, quienes se mofaban sin piedad; tal muestra de supuesta virilidad hacía que José se sintiera más hombre que el resto, y se ganó cierto respeto entre sus compañeros. Las cosas no cambiaron nada y llegó la secundaria. Mientras algunos ya pensaban en condones y píldoras anticonceptivas, José seguía mostrando su pene, enamorado de sus propias perversiones, pero cada vez más rechazado por su troglodita prerrogativa. Tenía 13 años cuando Úrsula de la Quintana no dudó en decirle algo que le marcaría la vida. Pero antes José recordó quién era aquella bella niña de los ojos saltones y de los labios mamones. Llegó a su escuela cuando cursaban primero de secundaria y todos los machos cabríos se morían por sus movimientos pélvicos. Todo era sexo, todo era eso, y José no estaba exento de tal comportamiento animal. No dudó en enseñarle el pene la primera vez que fue a clase. En esa ocasión Úrsula viró su rostro hacia otro lado, mientras medio salón se carcajeaba, algunos ya por compromiso. Varias mujeres lo habían hecho antes, habían volteado la cara al ver a Pajuelo mostrar sus partes íntimas, pero a José jamás le había dolido tanto ese tipo de actitud. Y vaya que le dolió: se acercó a ella con sigilosa maña, le agarró la mano derecha y se la aferró al pene, Úrsula lo escupió, dejándole la cara absolutamente pegajosa y hasta con una tonalidad verdosa producto de la gripe que experimentaba. El salón se echó a reír, y José fue llevado por milésima vez a la dirección.
Ya en aquel oscuro rincón del colegio las ventanas abiertas no amilanaban su sudor. Había sido advertido una y otra vez sobre esos comportamientos. Pero José tenía un padre relativamente adinerado en el distrito y era muy difícil que lo echaran, mas no estaba exonerado de llamadas de atención y suspensiones fortuitas. Sin embargo aquella vez era diferente, su propio padre, al enterarse de su nuevo acto de impudicia, sugirió que sea expulsado, acotando que no gastaría un centavo en ponerlo en un nuevo colegio, lo que implicaría perder un año escolar y con él diversas experiencias de las que José no quería ser marginado. El director ya firmaba la carta de expulsión, cuando súbitamente alguien tocó la puerta de vidrio con desesperación. Era ella, era Úrsula. Había llegado corriendo desde su salón, motivada por un intento de salvación que José no olvidaría jamás – “yo fui quien le tocó el pene, señor director, si va a expulsar a alguien le ruego me expulse a mí” – tal acto era incomprendido por todos los presentes, profesores, auxiliares, el director y el mismo José; todos atónitos, petrificados. José se volvió a salvar de una expulsión segura y Úrsula pagaría el precio de su heroísmo al ser cruelmente bautizada como Úrsula “de la Pingana”.
Luego de varios meses de incertidumbre, José se acercó a Úrsula para agradecerle, lo había pensado muchas veces mientras estaba solo, y finalmente se había decidido a dar ese importante paso, para fomentar una buena relación con su redentora. Las gracias habían llegado tarde, Úrsula ya odiaba a José. Entonces todo volvió a irse a la mierda. José volvió a ser el de siempre, mostrando su pene a diestra y siniestra, quizás con más cuidado para no ser descubierto pero con la misma mirada impúdica e insaciable. Ya estaban en cuarto de secundaria. Entonces Úrsula, ya más desarrollada y recorrida, habló y habló para siempre dentro de la mente de José, diciéndole una frase simple pero enterradora, completamente lapidaria, absolutamente acertada, cual rayo divino del mismo Zeus: “tu pene ya aburre”.
Las risas y mofas se contaban en cantidades de mayorista. Prácticamente todo el colegio, alumnos de otros grados, y hasta profesores, se acercaron a José sólo para tener el placer de burlarse de aquel odioso muchacho que les había hecho la vida tan difícil durante tantos años. Nadie se imaginaba que la vida de José cambiaría para siempre. Desde ese día asistía a las clases, no hablaba con nadie, abría sus libros, apuntaba lo que quería apuntar, y luego se marchaba a casa sin mencionar palabra alguna. Al llegar a su hogar encontraba la soledad que más lo atormentaba pero de la que termino enamorándose. Fue entonces cuando tomó un periódico chicha, buscó la página central, avizoró a una voluptuosa vedette y empezó a masturbarse sin piedad, como si odiara aquel pene que con tanto ahínco había mostrado en sus años escolares. Cuando experimentó su primer orgasmo la sensación fue cataclísmica pero acogedora; José había descubierto que el placer no sólo se podía encontrar en una peluda y apestosa vagina, sino también en la calidez de sus manos. Sin embargo, a pesar de ese importante hallazgo, José se dio cuenta de que no podía dejar de pensar en Úrsula, las dudas circundaban en su mente: ¿por qué lo ayudó?, ¿por qué lo salvó?, ¿por qué no lo cagó?; luego pensaba en su rostro lívido, en su voz ronquita, en su cadencia, en su cuerpo, y en su magnética forma de ser, lo que la había llenado de amigos y amigas a pesar de su inenarrable apelativo de “la Pingana”. La respuesta era simple, José se había enamorado.
Guardó celosamente ese amor durante un año más, hasta que, finalmente, llegaría aquel viaje de promoción que tantos esperaban para dar paso a su hombría sexual. A pesar de la voceada relación entre Úrsula y un compañero de clase, José preparó fríamente un plan que lo haría tener un buen lapso de 15 minutos con ella, en el pasillo del hotel cusqueño. Pajuelo tenía cerebro, vaya que sí. Le pagó 50 soles a otra compañera para que distraiga al novio, y justo cuando él lo planeaba Úrsula había salido bien bañada de su habitación para dirigirse al lobby, donde todos los demás aguardaban. José la interceptó, mientras en otro pasillo, la pagada compañera y el novio sostenían un intercambio de fluidos. Él no esperó mucho: “¿por qué me salvaste ese día?” – “¿qué haces aquí?” – “dime, ¿por qué me salvaste?, ¿te gustaba?” – “oye me están esperando abajo, no me jodas ahora, ¿para eso viniste?, pensé que viajar te haría bien, baja y tírate una chola, pero a mí no me jodas” – “a mí siempre me gustaste, te amo” – un silencio sepulcral devino de aquel pasillo; entonces se escuchó un fuerte gemido, el instinto de Úrsula entró en acción, apartó a José del camino, corriendo a 50 kilómetros por hora, llegó a un pasillo aledaño, era su amado novio, era la pagada compañera, se habían demorado más de lo previsto. Lo siguiente fue lo usual, Úrsula no quiso salir de su cuarto hasta que regresaran a Lima. Toda la promoción se enteró del suceso, pero fieles al egoísmo adolescente el alboroto duró poco y todos salieron a una discoteca. José volvió a quedarse a la expectativa. A las 2 de la mañana tocó su puerta, y escuchó un fuerte “¡lárgate!”, ella sabía que era él. José no respondía, se quedó sentado en la puerta como un perro aguardando a su compañera en celo. La paciencia dio sus frutos y Úrsula abrió la puerta; entonces José vio sus sueños haciéndose realidad pero siempre en su utópica cabeza, se imaginó en fracción de segundos haciéndole el amor a su musa, hasta que el sol salga, hasta que los demás vengan y los encuentren desnudos en la cama; las ilusiones son fáciles de desvanecerse y Úrsula lo hizo rápido: lo abrazó casi media hora, mientras mojaba sus hombros con sus lágrimas, e indirectamente su calzoncillo amarillo, entonces otras palabras inolvidables provinieron de sus sensuales labios, José no las olvidaría jamás: “Yo sé que tú eres diferente, pero no lo has demostrado, te salvé porque quería que todos sepan que hasta alguien como tú puede cambiar su forma de comportarse, pero ni siquiera lo agradeciste, sólo seguiste con tus huevadas, a mí me cagaron, pero siempre supe que eras diferente, en realidad eres diferente, sólo tienes que demostrarlo; enamórate de verdad, pero empieza por ti, limpia los cayos de tus manos y verás cómo cambia tu vida; hoy la mía cambió, José, pero de aquí a unos años veremos para qué lado, ahora márchate a tu cuarto, con tu silencio bastará para saber que me entendiste, vete, vete ya”; entonces se le cayó el cigarro de la boca y aterrizó justo en su entrepierna; las llamas perforaron rápidamente su blue jean y quemaron gran parte de sus células dejándole una fea herida en la ingle. José se sentía peor, pero atinó a quedarse callado mientras Úrsula lo seguía largando. Finalmente se fue.
Al año siguiente Pajuelo se enteró de que Úrsula se había mudado lejos. Su padre fue despedido de la empresa donde laboraba y tuvieron que pasar todas sus cosas de clase media a un humilde pueblo joven en el cono norte. Aunque trató de ubicarla levemente, no pudo y siguió su vida. Desde aquel día en Cusco José se prometió a sí mismo masturbarse hasta que encuentre a una mujer como Úrsula. Llegó la universidad y con ella millones de oportunidades para acontecer su primera vez, pero siempre se negaba asistir a reuniones donde sabía que más de una fácil lo estaría aguardando en la cama por un par de tragos. Sus manos se volvieron duras y temblorosas, así acabó la universidad, casi sufriendo de una suerte de mal de Parkinson, provocado por su exceso de paja. Se había vuelto un coleccionista de películas porno, tenía en su arsenal casi 300 películas anglosajonas, 150 brasileñas; 50 europeas, 30 asiáticas, 20 africanas y unas 10 de peruanas calentonas que se había bajado vía Internet. Además ostentaba una portentosa muñeca inflable de 300 dólares que había adquirido por e-bay. José ya había conseguido estabilidad en su trabajo, ganaba relativamente bien, y sus familiares y amigos, extrañados por no verlo casi nunca con ninguna chica – salvo sus esporádicas amigas consejeras -, le preguntaban siempre de manera odiosa sobre el futuro de su vida sentimental. José siempre se debatía entre mandarlos a la concha de su madre o decirles que “pronto habrán sorpresas”; casi siempre ganaba lo segundo, pero la sucesión de Úrsula simplemente no aparecía. Entonces decidió volver a buscar a la misma Úrsula de la Quintana, aquella niña que lo salvó de una expulsión segura, aquella niña que lo cagó con una sola frase, y que finalmente acabó enamorándolo con una brutal naturalidad. La búsqueda fue en vano, lo intentó por todos los medios, Hi-5, Facebook, pero no había rastro suyo. José sabía que sólo podía hacer una cosa, seguir esperando y seguir masturbándose.
De pronto algo volvió a cambiar el rumbo de sus rieles, nada menos que una visita a una feria del libro. Había visto a un grupo de jóvenes, casi adolescentes, amontonados y almidonados alrededor de un tomo que José nunca antes había divisado. Era un libro llamado “Diario de una puta”; no dudó en comprárselo, lo leyó, lo releyó, lo analizó y lo plasmó en su desdichada realidad. En el libro se narraban las experiencias de una prostituta londinense, quien confesaba haber desvirgado a un maduro empresario. La experiencia fue hermosamente narrada, tan hermosamente que José se sintió aquel empresario, y una noche, sin pensarlo dos veces, prendió su Nissan Sentra y salió en busca de un buen burdel donde quizás podría encontrar algo interesante. Lo encontró, era poco lujoso pero higiénico. Las mujeres le resultaron atractivas, cómo no ser así si tenía más de un tercio de siglo esperando su primera eyaculación en sedes femeninas. Emmy se acercó a él y le propuso una buena noche en un hotel cercano. Ella era alta y bien torneada, cabello negro azabache y piel canela, una combinación perfecta que daba lugar a una impresionante sensualidad. En primera instancia José no dudo en asentar la cabeza, pero fue cuando Emmy se sentó a su lado y miró sus ojos cuando supo que no era lo que él estaba buscando; al mirar a su alrededor se dio cuenta de que no había realmente nada parecido a su mítica Úrsula, sí, finalmente la seguía buscando después de todo.
Salió del night club, subió a su auto y emprendió un camino sin rumbo aparente. Su desolación lo iba llevando poco a poco a los suburbios de Lima, y en La Victoria, empezó a rondar casi automáticamente la plaza Manco Cápac. Detuvo su auto en una esquina y se le acercaron 8 prostitutas ofreciéndole todo tipo de servicios y precios. Una de ellas no se había acercado, miraba con extrañeza el auto y a su dueño, tenía el pelo pintado, y mechones azules que tapaban su rostro, dándole cierto toque de misterio. Vestía un corsé al estilo medieval, pero sin vestido que lo cubriera, tacos 9, y un enorme collar de perlas que parecían verdaderas; José la señaló, ella lo miró, se acercó, y subió a su auto. Al llegar al hotel casi no habían intercambiado palabras, José se mostró tímido, e increíblemente la puta también. A pesar del horrible frío que acontecía en ese invierno, ella no llevaba más ropa que su corsé. José se agarró de esa utilizadísima excusa del “clima” para dar inicio a su conversación: “¿no te da frío usar sólo eso?” – “¿a ti no te da calor ese saco?, pero igual lo usas” – “tiene lógica pero no has respondido mi pregunta” – “¿vamos a jugar a los capciosos o vamos a tirar?, mejor nos apuramos porque se te va la hora” – “pagaré el tiempo que te quedes, no te preocupes” – “¿y tú cómo sabes que me quiero quedar contigo?” – “es tu trabajo, ¿no?” – “mi trabajo es tirar con los que me paguen, pero yo elijo con quién hacerlo” – José se quedó en silencio y decidió no ofuscarla más, ella estaba notoriamente enfurecida, las razones podrían sobrar, él no las indagó y prefirió ser testigo de su desnudez. Empezó a recordar, y terminó de hacerlo, ya estaba desnudo, erecto y completamente excitado, la puta estaba casi encima de él, se sentó en él y finalmente pensó estar en el cielo que él tanto esperaba. Por alguna razón eligió a esa puta anónima, él no sabía esa razón pero la sensación era exquisita, como la de cumplir un sueño de años. En pleno acto sexual, José empezó a tocar todo el cuerpo de la meretriz, hasta que llegó a la zona vaginal, abriéndose paso entre sus ingles para ver mejor los resultados de su larga espera. Cuando de pronto tocó una superficie rugosa que hizo saltar a la mujerzuela, escapándose de su placentero estado – “No toques ahí” – dijo con voz energúmena y temerosa; José observó con atención, era una cicatriz de quemadura, era redonda y pequeña, como la que provocaría un cigarrillo inclemente. Luego de 15 minutos exactos de silencio, José se levantó de la cama, se vistió, abrió la puerta y antes de irse mencionó: “te estuve esperando en vano, ya no tengo porqué cambiar”; una lágrima rodeaba su mejilla izquierda, sacó su billetera, tiro al suelo cincuenta soles, cerró la puerta, abandonó el hotel, subió a su auto y se marchó a casa. El hotel se llamaba “Sueños”, y tenía 2 solitarias estrellas al costado.
3 comentarios:
Tio esto tienes que publicarlo!!!!
jajaja!!!!
vaya nombrecito del personaje, cae a pelo. Muy buena historia.
Publicar un comentario