domingo, 9 de febrero de 2014

El umbral

Discúlpenme de antemano por el vacío título que antecede a este texto, es que no se me ocurrió otro. Resulta que no soy escritor ni nada de eso, por si lo estaban pensando (aunque precisamente por el título ya era fácil deducir que no lo soy). Soy una persona normal, común y corriente, sin nada especial, de esas que pueden ver por las calles con sólo asomar la cabeza por la ventana de sus casas o desde el auto. No obstante, han de saber la razón por la que estoy escribiendo ahora. Merecen saberlo antes de continuar. Bien, estoy escribiendo esto con una soga bien atada a mi cuello. El otro lado de la soga está amarrado y sujetado en el umbral de una puerta en desuso de este apartamento alquilado. La razón por la que esa puerta está en desuso es porque daba a lo que alguna vez fue un hermoso jardín, me contó la dueña del edificio hace un tiempo, cuando éramos amigos (o al menos nos llevábamos bien), y que después fue destruido y cavado (quién sabe por qué) dejando una zanja enorme, como de diez metros de profundidad, en la que hay mucha basura compuesta por desechos y cosas inútiles que los inquilinos lanzan desde las ventanas aledañas. Es decir, es casi como un gigante tacho de basura oficial del edificio. 

Mi computador está situado relativamente cerca de esa puerta, la cual estuvo cerrada con varios cerrojos para evitar, seguramente, alguna desgracia. Hace unos días logré romper esos cerrojos y abrir la puerta, entonces vi con claridad lo alto que es desde aquí hasta allá abajo, y también la putrefacción que ahí se acumula. En caso de que, al lanzarme para culminar la idea, la soga se rompa, la caída misma podría matarme. Y si no me mata la caída, me hundiré en toda esa podredumbre y de seguro moriré infectado por cientos de enfermedades (aunque no quisiera cargarme todo ese suplicio, la verdad). ¿Debo decirles ya lo que planeo?, sí, planeo suicidarme. No es ningún gusto decirlo pero tampoco es que me esté lamentando de la decisión. Si esperan encontrar aquí un compendio de lamentos o saludos a las personas que quiero de seguro se decepcionarán (si acaso no se han decepcionado ya por mi pésima redacción). Escribo esto sólo porque se me ocurrió. También porque quería ver qué se sentía dejar algo para que los peritos realicen sus absurdas investigaciones luego. Es broma, lo que quería era ver si ahora, al borde de la muerte, era capaz de presentar algo cuando menos sensato. Eso ya lo juzgarán ustedes, claro, para entonces yo ya estaré siendo devorado por miles de gusanos. Pero si se están preguntando por qué he decidido acabar con mi vida, la respuesta es más que sencilla y escapa a casos típicos de depresión o alguna otra alteración mental. Ya lo verán. 

Soy una persona, como dije antes, absolutamente normal. En la actualidad me gano la vida (es gracioso que diga esto cuando estoy a punto de perderla) trabajando de asesor bancario. No gano mal aunque no es que con esto tenga para darme muchos lujos. Si vieran mi apartamento lo entenderían. Cero lujos, sólo cosas necesarias, entre ellas este computador que en realidad era de mi hermana mayor hasta que se lo compré antes de mudarme aquí. Ah, mi hermana. Hace un par de años descubrí que ejerce la prostitución. Pero no, no se equivoquen, no es por eso que decidí suicidarme. Les conté que esto fue hace un par de años, entonces hace un par años me hubiese tirado de un puente o apuntado con un arma en la boca. Lo de mi hermana me dolió, pero no tanto como para matarme. Más dolor me causaron mis padres. Nunca me quisieron, pero tampoco es por eso que quiero matarme, vale aclarar. Verán, somos cinco hermanos y yo soy el segundo. Mi hermana, la puta, es la primera. Tengo un hermano menor que es el tercero, y otras dos hermanas que son menores de edad. ¿Cómo sé que no me quisieron mis padres?, pues basta sólo con ver las muestras de cariño que recaen sobre mis otros hermanos desde que tengo uso de razón y compararlas con las que recaen en mí. Los regalos de cumpleaños también cuentan. El año pasado, por ejemplo, a mi hermana la puta le regalaron un televisor de cincuenta pulgadas, a mi siguiente hermano le regalaron un viaje a Cartagena con todo pagado. Conociendo lo pingaloca que es, se habrá divertido de lo lindo. Mientras que a mis otras hermanitas les obsequiaron entradas VIP para ver a Justin Bieber. Son fanáticas de Bieber, como casi todas las chicas entre quince y dieciséis años que deambulan por Lima. El año pasado ese rosquete vino a mi ciudad y lleno el Estadio Nacional de chicas estúpidas como mis hermanitas. 

Ah, pero olvidaba mencionar mi regalo. Mi regalo fue una tarjeta que decía “Feliz año nuevo, te queremos. Tus padres”, ¿pueden creerlo?, era mi cumpleaños, no era año nuevo. Y además, precisando, esa tarjeta decía “Feliz año nuevo 2008”, mierda, pero si estamos en 2012. Me hubiese molestado menos que dijera 2011 o 2010, pero decía “2008”. ¿Ahora entienden?, pero vamos, como decía, no me mataré por eso. Además, mis padres siempre me dijeron que si no me regalaban cosas tan grandes era porque desde muy joven aprendí a valerme por mí mismo y no las necesitaba, a diferencia de mis otros hermanos, que hasta ahora (salvo mi hermana la puta, aunque esto no la exonera de recibir regalos) son mantenidos por ellos. Y es verdad. Trabajo desde los catorce años. Mi primer oficio fue ser ayudante de cocina. Trabajaba para un chino en un chifa del Centro. Era insoportable, sobre todo cuando sumaba hora por hora, minuto por minuto, incluso, para definir cuánto debía pagarme cada semana. Al final me pagaba una mierda, pero con eso tenía para ir al cine de vez en cuando y comprar uno que otro manga. Me encantaban los mangas y la cultura japonesa en general. A menudo imaginaba que ese chino no era chino, sino japonés, y eso me ayudaba a pasar mejor esos infelices momentos. Pero luego, cuando veía la mierda que me había pagado, volvía a la realidad: era chino. Luego llegó mi segundo oficio, ya cuando tenía dieciséis: fui cobrador de bus. Mi tío trabajaba en la línea Covida-Vitarte, enormes buses rojos que recorrían la ciudad prácticamente de lado a lado; él era chofer y me ofreció trabajar a su lado a cambio de un pago un poco más decente que el del chino, además yo era consciente de que cada vez estaba más cerca la pre y luego lo estaría de la universidad. Sabía perfectamente que no podría contar con mis padres una vez terminara el colegio, aunque en realidad el colegio era nacional; pero está bien, al menos me pagaban los pasajes, los útiles y el uniforme.

En este trabajo aprendí muchas cosas: arquear caja, ordenarme con los boletos, y organizarme como empleado, pero en especial aprendí a pelear. Peleaba casi todos los días con pasajeros de todas las razas, sexos y clases sociales. Peleaba verbal y físicamente con todos ellos. La razón era muy típica: ellos se rehusaban a pagar céntimos adicionales a pesar de que la distancia que recorrían ameritaba incluso más de lo que les cobraba, otros se hacían los dormidos para no pagar y luego, en cualquier semáforo, bajaban a toda velocidad; cuando los atrapaba empezaba la bronca. Y otros simplemente aseguraban haber pagado sin haberlo hecho. Era increíble el cinismo (y el histrionismo) de estos últimos. Muchas veces los rivales me sacaron la entreputa, pero también me supe defender y a veces era yo el que los dejaba malheridos en sus paraderos. Luego llamaban a la policía y los policías me sacaban la entreputa otra vez porque tenían cachiporras. Hijos de su madre, sólo con policías y cachiporras podían derrotarme. Físicamente me hice un toro. Antes era flaco y de apariencia ligera e inofensiva. Pero trabajar en el bus, por alguna extraña razón que hasta ahora no desenmaraño, me hizo fortalecer mi caja torácica hasta volverme casi como un luchador de la WWE. Me encantaba la WWE, por cierto, sobre todo La Roca. Qué peleador. Nunca olvidaré cómo levantaba a mastodontes de hasta trescientos kilos y luego los lanzaba a grandes distancias. Yo intentaba hacer lo mismo con mis oponentes en la línea Covida-Vitarte, pero a lo mucho podía lanzarlos unos cuantos centímetros; además mis rivales no pasaban de los setenta kilos, salvo una vez que me enfrenté a una señora obesa, pero ella no cuenta. Además me derrotó al final.

Los trabajadores (cobradores y choferes) de la línea empezaron a tenerme respeto. Me apodaron ‘el búfalo’, eso fue lo más genial,  pues de verdad lo sentía como el sobrenombre de un luchador. En un abrir y cerrar de ojos, estaba a punto de cumplir mayoría de edad y pasar a planilla. Sería un trabajador oficial de la línea y tendría todos mis beneficios de ley, también una mejor remuneración. Lamentablemente no me aceptaron ese cambio de nivel laboral, pues aseguraron que era muy violento y que eso iba contra la imagen organizacional que querían proyectar. Tonterías. Yo soy muy pacífico, sólo me defendía. Y a pesar de mi entonces enorme caja torácica siempre tuve cara de niño tonto. Además de tener esa cara, desde los quince me abordó el acné y eso daba una apariencia no sólo de tonto, sino también de pajero. Ni lo piensen, no es por el acné que me mataré; además se me fue pasando desde mi primer polvo, lo cual fue algún tiempo después. Hablando de acné, en el colegio teníamos un compañero que se llamaba Heraclio. Estudiamos desde la primaria hasta la secundaria con él. Era negro y muy feo, y como si esto fuera poco a los catorce le brotó un acné infernal. 

¡El peor que vi en mi vida, se los juro!

Su cara se había deformado tanto por los chupos que apenas se le veían los ojos. Es más, si no hubiera sido por sus gigantescos lentes de lectura nunca habríamos sabido ni dónde estaban sus ojos realmente. Su nariz pasó a convertirse en una enorme piña y su bemba era la conjunción de dos llantas rojizas y rebosantes de pus. Se llenaba de cremas diariamente para combatir tal desastre, pero eso no hacía más que darle un aspecto aún más grasiento y nauseabundo. Nosotros fuimos muy crueles con Heraclio. Le decíamos de todo con tal de humillarlo y prevalecer ante él: cara de fresa, quita-hipo, lonchera de gallina (puro grano), piedra pómez, cara de corcho, ¡uf!, muchas cosas. Era tanta la burla y rechazo que generaba su acné, que habíamos olvidado el otro aspecto por el que lo molestábamos años atrás: era negro, como dije antes. Pero ya no era ‘el negro’ Heraclio, ahora era el granoso, el chuposo, el repugnante Heraclio. El terror de la belleza y la burla de todos. Como si los demás hubiésemos sido un manjar. Fuimos crueles con él y además muy desvergonzados, pero éramos chicos y eso nos justifica un poco. También fuimos crueles con el gordo de la clase, con el cholo de la clase y con el pobretón de la clase, pero nunca fuimos tan crueles como lo fuimos con Heraclio. 

Cuando me salió acné, poco después de acabar el colegio, empecé a creer en el karma. Me arrepentí mucho de haberme burlado tanto de Heraclio y de mucha gente con granos que veía por las calles. Pensé que si no me hubiera comportado de tal forma, nunca me habrían salido granos. Felizmente Heraclio ya no estaba en mi vida y no me vio así de chuposo; finalizada la secundaria dejamos de vernos, él se alejó de todos y no era para menos. Luego de algunos años volví a ver a mis amigos del colegio, aquellos con los que me juntaba día a día para malograr la vida de Heraclio; fue en un reencuentro de la promoción. A pesar del tiempo, sus cutis seguían perfectos. Dejé de creer en el karma y deduje rápidamente que yo tenía todo el potencial para ser el nuevo Heraclio. Me alejé de ellos para evitar que entonces me molestaran a mí. Cuando tuve mi primera enamorada se me fueron los chupos. Mi primera enamorada fue antes también la enamorada de casi una decena de chicos en el barrio. Se llamaba Susana. Era una chola agraciada, coqueta, de culo enorme y tetas preponderantes. Sus piernas eran fuertes porque de chiquilla trabajó en una chacra, sembrando y cosechando en provincia. Al llegar a la capital, su familia y ella se olvidaron de sus costumbres y empezaron a adoptar nuestros comportamientos alienados. De hecho, la conocí en una fiesta con el pelo teñido de rubio, pero ya se le despintaba. Aún así me gustó y no sé por qué le gusté, o será acaso que sabía que era casto y quería desvirgarme y apuntarse uno más a la lista. Lo cierto es que tuve que esperar hasta los diecinueve para debutar sexualmente y fue con ella, en el auto de su papá. 

Primero me la chupó y me vine a los doce segundos. Me pareció asqueroso que ella tuviera mi semen en su boca y le pedí disculpas, pero lo tomó muy naturalmente, abrió la puerta del auto, escupió una parte afuera y se tragó otra. Cerró la puerta y continuó. Me besó y ya no me pareció tan asqueroso. Luego esperó a que me reponga, no pasó mucho tiempo porque de verdad estaba muy aguantado y mis testículos tenían esperma hasta para regalar; llevaba mucho tiempo queriendo tener sexo con muchas chicas pero no tenía éxito debido a mi acné (o eso creo). A Susana no le importaron mis granos, los besó y lamió sin remordimientos. Luego se sentó sobre mí, mientras me ponía los senos en la cara y boca, y cabalgó encima de mi miembro erecto hasta que me vine nuevamente, esta vez a los cinco minutos. Finalmente se quitó de encima y me dijo que debía irme porque era muy peligroso seguir haciéndolo en el carro. Que me llamaría pronto. Me fui y no nos volvimos a ver sino hasta dos semanas después. Así fue mi primera vez. Algo fría pero no me quejo. Lo importante es que debuté y ya me había convertido en hombre. Luego de volver a vernos lo hicimos muchas otras veces más. Cada vez que regresaba a casa, del hostal al que siempre íbamos, notaba que mis granos iban desapareciendo uno a uno, era como magia. Las cremas y las pastillas, que tanto se promocionaban en radio y televisión, eran nada ante la vagina de Susana. A los cuatro meses volví a tener el cutis perfecto que tuve de adolescente y ya no sabía cómo agradecérselo. Para ese momento trabajaba como cajero en un súper mercado y me pagaba la universidad. Pero separaba una parte de mi discreto sueldo exclusivamente para comprarle regalos a Susana. Le regalé peluches, rosas, chocolates, aretes y collares. La invitaba a comer a sitios no muy baratos. Ella me pagaba con sexo cada vez mejor realizado. Al parecer, mientras me enseñaba esas artes ella también se iba perfeccionando. Empecé a amar su sexo. Una vez se lo dije – amo tu sexo – y ella se molestó mucho. Pensaba, según me dijo aquel día, que la amaba a ella y no a su sexo. Pero no le iba a mentir. Cómo iba a amarla, ni siquiera sabía lo que es el amor, no podría asegurar algo tan trascendental, ni aunque sonara romántico. Asimismo, ella me dijo que me amaba esa vez, fue la primera y única vez que me lo dijo. Me sentí mal. Ella me amaba a mí y yo amaba su vagina. Nos separamos unos días hasta que me acerqué a su casa a pedirle disculpas. Era una noche de viernes, si mal no recuerdo. Al llegar a su puerta escuché unos ruidos desde su garaje. Toqué la puerta con desesperación. Ella salió muy agitada y por la abertura de la puerta pude ver la silueta de alguien dentro del auto de su papá. Oculté lo más que pude mi decepción y atiné a pedirle disculpas por lo sucedido hace unos días, luego me marché; ella sólo me miró, no dijo una palabra. Al irme, a varios metros escuché el cerrar de su puerta. De seguro no tardó mucho más en volver al auto con aquel tipo. Después de todo, era una buena amante y no podía descuidar algo que quizás era lo mejor que hacía. Me fue infiel y de seguro con alguien que sí la amaba, o eso quise pensar siempre. La otra posibilidad es que me haya sido infiel porque se enteró (gracias a mí, que fue lo peor) de que yo no la amaba y quiso vengarse de esa forma. En ambos casos, la culpa es mía. No me quejo. Ella me hizo debutar y conocer el valor del sexo. Me convirtió en hombre y me quitó los granos. Además gracias a ella me sentía un maestro en la cama. Esa infidelidad no iba a borrar todo lo bueno que Susana hizo por mí. Era justa una separación definitiva que no implique odios ni resentimientos, así que eso intenté conseguir. Con éxito, porque salvo saludos esporádicos por las calles del barrio, no volvimos a tener una conversación.

Luego trabajé como vendedor telefónico de seguros. Ha de haber sido mi trabajo más difícil pero también el mejor remunerado. Dependiendo de las temporadas podía ganar desde dos mil hasta seis mil soles al mes. Para haber ganado antes quinientos soles como cajero en aquel súper mercado, este era un ascenso de proporciones astronómicas. Entonces, volviendo a las mujeres, descubrí que en cuestiones banales como el sexo el dinero manda aún por encima del físico o la limpieza personal. Mi jefe, por ejemplo, era horripilante. Era bajo, obeso y olía a axilas. Siempre estaba sudando debido a su gordura, exponiendo en él una apariencia desaseada. Cuando llegué a aquella empresa supe que era casado, pero a las pocas semanas me enteré de que cuatro vendedoras, tres secretarias y dos recepcionistas estaban vinculadas con él. Mi jefe comisionaba de mis comisiones, aunque suene redundante, y comisionaba también de las comisiones de los otros veinticinco vendedores que tenía a su cargo. No hay que hacer muchas matemáticas para saber que tenía muchísimo dinero. Por mi parte, yo usaba mi plata para viajar mucho. Conocí casi todo el país y algunos otros países. Pocas veces viajé acompañado. Me gusta viajar solo. Debe ser una de las cosas en las que disfruto más de mi soledad. Pero noté también que cuando uno tiene dinero las posibilidades de tener sexo aumentan. Muchas chicas se me acercaron en esos tiempos. Hubo una que se parecía a Susana. Era una vendedora de campo, de esas que salían a ofrecer seguros a otras empresas, tocando puertas y esperando turnos. Si la venta telefónica o por cita era difícil, la venta de campo lindaba con lo apocalíptico. Uno tenía que elegir en una cartera de posibles clientes y caer insistentemente en la empresa objetivo, tratando de convencer a quien sea para que compre el seguro. A quien sea, así se trate del señor que limpiaba los pisos. Eran golpes brutales a la autoestima de manera cotidiana. Y además las comisiones no eran buenas. Sin lugar a dudas, era un trabajo muy sufrido. 

Esta chola se enamoró de mí. Se parecía a Susana, pero esta era mejor. Era más alta y su tinte de cabello era de mejor calidad, pues nunca la vi desteñida por ningún lado. Además se vestía muy bien y usaba perfumes caros, seguramente le ayudaba para vender. Cuestiones de imagen, dirían. Me llamaba todos los días y me contaba sus desventuras;  una vez me propuso salir, pero la rechacé, no sé por qué. Me gustaba. Meses después conoció a mi jefe y empezó a salir con él. A los pocos días dejó la venta de campo. Ya era vendedora telefónica. Y malas noticias para mí: me despidieron. Lo bueno es que ya estaba buscando otras opciones laborales; ya me cansaba tener que rogarle a gente desconocida que me comprara un puto seguro para sus putas vidas o las putas vidas de sus putas familias. Así fue que conseguí este empleo en el que gano mucho menos pero estoy más tranquilo. 

Verán, ser asesor bancario no es tan difícil. Lo único que tienen que hacer es lo que hacemos diariamente y sin esforzarnos nada: mentir. Pero a diferencia de vender seguros, mentir como asesor bancario no es ningún arte. Sólo hay que sonreír siempre aunque en realidad tengamos ganas de escupirle al señor que viene a preguntar por un préstamo, o decirle a la señorita guapa que les encantaría una mamada en lugar de esa conversación financiera absurdamente convincente; y luego explicarles con voz de amigo las bondades del producto en el que están interesados. Señores, cambien esas caras de espanto y repulsión, es lo que hacemos siempre. Ya los clientes decidirán si adquieren o no el producto. Generalmente lo adquieren porque la publicidad de los bancos es la máxima y más edulcorada expresión de la mentira. Quizás es la mentira más adornada y majestuosa que existe. Así, si no los convencimos con la tertulia, llegarán a sus casas y verán la propaganda por TV. Les brillarán los ojos y nos llamarán antes de anochecer. Listo entonces. El banco ya tiene un nuevo deudor al que exprimir y nosotros ya tenemos nuestra comisión y bonificación en el ranking de asesores. De esa forma, se puede colegir que el ranking de asesores es sólo un podio de la suerte. El que está primero es al que le tocaron más clientes débiles que al que está segundo, tercero y así. Quien lea esto pensará que tal vez escribo de envidioso, pero les invito a preguntar en el banco en el que trabajo quién lidera casi siempre este ranking. Sí, soy yo. Y a los primeros nos dan premios, unos útiles, y otros para el olvido. 

Mi último premio fue un boleto preferencial para ver el clásico del fútbol peruano, valorizado en trescientos soles. Lo vendí a quinientos, para ser sincero. No me gusta el fútbol peruano, prefiero el fútbol italiano, pero soy hincha de Universitario. Mi familia entera lo es. Mi papá nos impuso ese hinchaje desde pequeños porque, según él, somos gente de bien y teníamos que ser hinchas de la ‘U’, no de otro equipo. Mi hermana, la puta, es hincha de la ‘U’, mis hermanitas fans de Bieber también lo son, lo mismo con mi otro hermano. Aunque sólo mi hermana la puta ha ido al estadio algunas veces. Nos decía que su enamorado de entonces también era hincha y que le gustaba ir al estadio. Yo ahora pienso que ese enamorado era en realidad un cliente y le pagaba para que lo acompañe. Hay gente capaz de pagar sólo para lucir a una mujer de su brazo. Mi hermana la puta es guapa, es la más bella de mis hermanas, aunque suene injusto considerando que mis otras hermanas son todavía menores de edad. Pero desde ya se nota que no llegarán a ser tan bellas como la puta. Ahora que recuerdo, Heraclio estaba enamorado de mi hermana la puta. Una vez me dijo que se masturbaba pensando en ella. Tiempo después, seguramente cuando se dio cuenta de que no tenía oportunidad alguna con ella, me dijo que era una puta. Puto Heraclio y sus predicciones. Heraclio el chuposo era hincha de Alianza, ante los ojos de la sociedad no era gente de bien, Susana también era hincha de Alianza. Mi jefe, el gordo asqueroso y adinerado, también era hincha de Alianza. Mi papá no tiene razón al decir que todos los hinchas de la ‘U’ son gente de bien, porque mi hermana siendo ramera es hincha de la ‘U’, pero sí tiene razón al decir que toda la gente hincha de Alianza es chusma. Heraclio y Susana hubiesen sido una gran pareja, ahora que lo pienso. Él ya no tendría granos y la hubiese llevado al estadio a ver a Alianza. Serían muy felices juntos. Pero yo soy gente de bien. Estoy solo, no me va mal, y ahora escribo este desordenado resumen de mi vida en este computador.

Pero claro, a estas alturas del texto se estarán preguntando qué demonios me impulsa a suicidarme, si mi vida aparenta no ser tan mala como las de otros suicidas. Otros que quizás nacieron con discapacidades o las adquirieron en el camino; otros que perdieron todo a causa de deudas o acaso los dejó alguna novia a la que amaban mucho. No sé, siempre hay alguien peor que uno. Pero no es típico, lo admito, que alguien relativamente joven y con problemas que no transgreden lo común haya decidido irse para siempre a aquel mundo que nadie conoce pero que algunos incluso se atreven a clasificar como cielo, infierno o purgatorio. Dicho sea de paso, no tengo idea de a cuál de estos sitios iré a parar, si acaso el cristianismo esté en lo correcto. Aquí tienen su respuesta.

Me mato porque mi vida ha transcurrido muy rápido y siento que lo que viene va a ser puro relleno. Es como en algunas películas. A veces se comete el error de empezar con lo mejor y terminar con lo más insignificante. Peor aún, esas mismas películas o series que empiezan bien, y terminan con desastroso aburrimiento, tienen la desfachatez de tener secuelas. Secuelas que son peores que las originales. Una secuela de mi vida sería tener un hijo, por ejemplo. De tan sólo pensarlo se me revuelve el estómago. ¿Traspasarle toda mi mierda a un nuevo e inocente ser sólo con la excusa de “seguir el rumbo habitual de la vida”?, me parece burdo, impositivo y estúpido. Por otro lado, así como no quiero secuelas, tampoco quiero continuar con mi vida sabiendo que lo que sigue va a ser simplemente un trámite. Poniéndolo desde otra óptica (a fin de que me entiendan de la mejor manera y no me tilden de un simple pesimista), tendría muchas más ganas de seguir viviendo si fuera un Heraclio, una Susana o un jefe gordo, promiscuo y asqueroso. Tendría más ganas de reinventarme, de volcarme por completo ante toda una sociedad que me destruyó durante años. Pero no, siempre estuve del otro lado. Del lado fácil. Esto termina siendo, pues, un acto atiborrado de altruismo. Una forma de vengar a los indecorosos del mundo moderno, a los mal vistos, a la gente de mal, a los dueños futuros del infierno y que en realidad le hacen un bien a la sociedad (para que no queden dudas respecto a ello: Heraclio me hizo sentir un adolescente sensacional, Susana me quitó el acné y me hizo conocer el placer de la piel, y no sólo a mí, sino también a decenas de hombres, mientras que mi jefe le dio trabajo a muchas mujeres inútiles que no tenían culpa de serlo). Si bien tuve que luchar para tener lo que tengo ahora, siempre me salí con la mía, y prefiero quedarme con esa imagen de mí mismo antes de que se difumine con la fatuidad de, por ejemplo, una vida conyugal aparentemente feliz y estable. Lo siento, pero eso no es lo mío. Lo mío fue vivir y hacer lo que me vino en gana; ante el hecho de vivir sin esa facultad, prefiero cortar de golpe mi existencia y quedar tatuado en un sencillo recuerdo de portadas policiales. Sin más que agregar, buenas noches a todos. La soga, el umbral, la zanja, la putrefacción, y mi última voluntad a punto de ser cumplida, a diferencia del resto de mi vida, me esperan siempre con los brazos abiertos.

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